El cometido del cabildo de Puebla, Nueva España, en la transferencia de recursos fiscales, abasto y defensa de las Filipinas en el siglo XVII
Abstract
Puebla played a crucial role during the seventeenth century in the transfer of fiscal resources for the supply and defense of the Philippine archipelago, a key possession of the Spanish Empire in Asia. Through its town council, the city organized partially the provision of supplies for the maintenance of the Pacific fleet, the soldiers during their travels, and the formation of regiments, actively contributing to the protection of the islands against local and foreign threats. The research is primarily based on documents preserved in the General Municipal Archive of Puebla, a privileged source since the Historical Archive of the Philippines for the relevant period has been devastated by both human activity and natural forces.
Puebla desempeñó un papel crucial durante el siglo XVII en la transferencia de recursos fiscales para el abastecimiento y defensa del archipiélago filipino, una posesión clave del Imperio Español en Asia. A través de su cabildo, la ciudad organizó parcialmente el suministro de víveres para el sostenimiento de la flota del Pacífico, de los soldados en su vaivén y la formación de regimientos, contribuyendo activamente en la protección de las islas frente a amenazas locales y extranjeras. La investigación se apoya esencialmente en documentos que conserva el Archivo General Municipal de Puebla, una fuente privilegiada ya que el Archivo Histórico de las Filipinas, para el periodo que interesa, ha sido devastado por el hombre y la naturaleza.
Keywords:
Trans-Pacific relations, Town council agreements, Puebla of New Spain, Philippines, Seventeenth centuryRelaciones transpacíficas, Acuerdos de cabildo, Puebla de la Nueva España, Filipinas, Siglo XVII
Ⅰ. Introducción
Tocante al archipiélago filipino existe una ingente literatura académica así como relaciones contemporáneas que abordan múltiples aristas como la conquista y colonización, el poblamiento, la diversidad étnica conformada por nativos o “indios chinos”, chinos y chinos cristianos, además de variados grupos asiáticos, y en fin, población novohispana de diferentes matices y peninsulares; la instauración de las instituciones españolas: el gobierno general, municipal, la administración tributaria, la estructura política del imperio, la evangelización, vicisitudes y modos de las órdenes religiosas, así como el mapa eclesiástico secular. Otros temas que se han considerado son acerca de la navegación y sus derroteros, la construcción naval, la defensa en los mares, las fortificaciones en tierra y los conflictos bélicos: alzamientos locales, embates de potencias europeas y fuerzas mahometanas, así como el acoso de piratas; la situación ameritaba el traslado de grandes sumas como gente de mar y tierra levantada de manera voluntaria o forzosa en la Nueva España. Cantidad de tinta se ha precisado para describir la economía, las remesas de plata y el abasto, el comercio, los intereses de los consulados de Andalucía, México y Manila, tanto como los géneros preciosos, especias y piezas artísticas que transportaban la nao de Acapulco y la nao de China.
Las aportaciones precisas de las ciudades americanas intermedias en el mecanismo imperial casi no han sido objeto de estudio, y aún menos, la historiografía sobre Puebla de los Ángeles; sobre este asunto, se conocen las meticulosas investigaciones de Yovana Celaya(2010) y Rubén Carrillo (2015). Empero, la ciudad estuvo incluida en el engranaje que articuló la primera mundialización a la cual se refieren numerosos autores. Ramón María Serrera, citado por Ana Ruiz, acotó una anécdota que “[⋯] para remitir un fardo de correspondencia oficial o botas de vino a Filipinas [el] recorrido era Sevilla-Canarias-Veracruz-[Puebla]-México-Acapulco-Manila” (2016, 53).
La metodología de la investigación se sustenta básicamente en los acuerdos del cabildo municipal, lo cual aporta originalidad al trabajo, así como en una bibliografía adecuada que permite contextualizar los distintos subtemas tratados en el marco de vinculación entre metrópoli imperial, la Nueva España y su lejana capitanía general en el Pacífico: las Filipinas.
1. La ciudad y su entorno
Fundada en 1531, la Puebla de los Ángeles propició y consolidó la comunicación entre el puerto de Veracruz y la ciudad de México en detrimento de otras rutas; además se constituyó en una bisagra de los caminos reales con destino a Guatemala que partían de distintos puntos del virreinato, de la capital y del puerto atlántico. Cabe destacar que, desde fines del siglo XVI, desde esta incipiente urbe partía un derrotero que conducía hacia el suroeste con el fin de alcanzar la bahía de Acapulco tomando rumbo por la villa de Atlixco y Cuernavaca, se cruzaba en algún punto el río de las Balsas, se atravesaba la cañada de Apango, la alcaldía mayor de Tixtla y el empalme del río Papagayo hasta alcanzar el puerto(Fernández 1676, 296-297). Para el trayecto se empleaban de seis a diez días tras un azaroso descenso de 2 135 metros sobre el nivel del mar y un trajín cercano a 450 kilómetros.
En el transcurso del siglo de la Conquista, Puebla se consolidó como un lugar preeminente enseguida de la capital del virreinato, manteniendo esta distinción a lo largo del periodo novohispano. Su notabilidad derivó de la estructuración política, económica, cultural y eclesiástica que alcanzó. El término jurisdiccional del suelo urbano hasta la penúltima década del siglo XVII anidaba una catedral, cuatro parroquias, colegios y conventos de primera y segunda orden; en el entorno se ordenaba un conjunto de haciendas, ranchos, molinos y pueblos comarcanos sujetos al cabildo oligárquico. La localidad contaba con alrededor de 29 000 pobladores a mediados del siglo XVII y presentaba una gran diversidad socio-étnica (Grajales 2022, 73).
En relación con el archipiélago filipino, la ciudad de los Ángeles, contornada por una comarca productiva, ocupó un lugar estratégico desde el punto de vista económico y militar para la Corona española, pues se erigió como un foco indispensable para proveer de bastimentos a la flota del Mar del Sur tanto como a la Real Armada de Barlovento; asimismo, el cabildo se encargó de suministrar gente de guerra para la defensa de las posesiones transpacíficas, organizando la formación de milicias de infantería a través de contrato y leva. El gobierno local, de manera constante, contribuyó además con recursos pecuniarios para el sostenimiento de los soldados. Los caudales provenían, por mandato real, de las rentas de los propios de la ciudad, pero de manera fundamental de la Real Alcabala del Cabezón y Viento, cuyo asiento estuvo en manos del capítulo municipal a lo largo del siglo XVII.
Ⅱ. El derrotero hacia las Filipinas
En 1521, en su viaje de circunnavegación, el portugués Fernando de Magallanes, al servicio de España como capitán general de la Armada que descubriría la Especiería(islas Molucas), tomó posesión de las islas Felipinas en favor de la Corona a la que representaba; sin embargo, hubieron de transcurrir más de cuatro décadas para que este hecho épico revestido de simbolismo se materializara a través de la progresiva colonización del archipiélago. Luego de varios intentos castellanos para dominar la derrota del Mar del Sur hacia el archipiélago oriental, el proceso de dominio definitivo inició entre el 18 y 21 de noviembre de 1564, cuando Miguel López de Legazpi zarpó del puerto de Navidad en la costa del Pacífico novohispano al mando de una expedición conformada por dos naos y dos pataches hasta alcanzar el objetivo en febrero del año siguiente(Pizarro 1964, 233-234). Apenas tres meses después, precisamente el 8 de mayo de 1565, Legazpi fundó en la isla de Cebú el primer asentamiento hispano filipino con el nombre de San Miguel. Aparte de su hazaña, Legazpi tenía el encargo de Felipe II de encontrar las corrientes que permitieran el tornaviaje al continente americano. No obstante, para este efecto, por mandato expreso del monarca –conocedor de la experiencia obtenida en anteriores travesías–, se designó al fraile agustino Andrés de Urdaneta, de 52 años, para fungir como piloto mayor de la flota al mando del capitán Felipe de Salcedo, zarpando de inmediato desde Cebú con destino a América el primer día de junio. El cosmógrafo navegante logró su afán cuando halló la corriente Kuro Shivo, cercana a Japón, que lo condujo hacia el este en donde halló la de California con movimiento hacia el sur(García-Abásolo 2002, 26-27). El éxito de la expedición fue crucial para abrir una ruta comercial de ida y vuelta entre las Filipinas y la Nueva España y franquear, a través de este virreinato, el paso de España hacia el oriente asiático.
Por primera vez, se materializaba la comunicación entre tres continentes, lo que significaría la primera mundialización. Una conceptualización jerárquica sobre los mundos aparece de manera temprana en letras de Francisco Samaniego y Tuesta, fiscal protector de indios y sangleyes, y postreramente oidor de la Real Audiencia de Manila. El 10 de junio de 1651, el empleado real escribió una carta al monarca que llegó al Consejo de Indias tres años después, en ésta denominó premonitoriamente a las Filipinas como el “tercer mundo” de su majestad donde sus vasallos carecían de su amparo; el fiscal aseguraba que era imposible que en España, el “primer mundo” de Felipe IV según lo nombró, no se hubiera oído “[⋯] el ruido de los fierros y de las cadenas que llevan los prisioneros dentro de los calabozos de la fortaleza de esta ciudad y de los otros presidios de estas islas [en donde] muchos mueren allí a manos del poder [⋯]”(Berthe y De los Arcos 1992, 146-147, 149.
El 14 de agosto de 1569 don Felipe concedió a Legazpi el Real Título de Gobernador y Capitán General de las islas de manera perpetua con un salario de 2 000 ducados anuales a partir del día en que había tomado posesión de la isla de Cebú(Archivo Nacional de Filipinas [ANF], Cedulario, títulos y nombramientos, Vol.I, 170f-172v). Muy pronto, el flamante capitán conquistó en 1571 el puerto musulmán de Manila ubicado en la isla de Luzón, en donde estableció un fundo. Ese asentamiento se designó como la capital de las Indias Orientales y se desempeñó como el centro político, administrativo, militar, religioso, educativo y comercial de aquella parte del imperio español. El archipiélago se constituyó en Capitanía General, fungiendo Legazpi como el primer gobernador y capitán general del Nuevo Reino de Castilla. Dicha entidad pasó como dependencia del virreinato de la Nueva España en distintos ramos, por lo que fue potestad del virrey y de los oficiales reales, el gobierno, el comercio transpacífico y el avituallamiento de las embarcaciones que realizaban la travesía; asimismo, se encomendó a los virreyes novohispanos despachar los permisos para el traslado de individuos a las Filipinas y velar que el tráfico de personas, caudales y mercancías se mantuviera dentro del marco legal; además, a los mismos gobernantes les concernía la vigilancia de las tarifas de los fletes y la mediación en los conflictos entre los comerciantes y los oficiales encargados del cobro de gravámenes(Martínez De Vega 1994, 118).
El circuito transoceánico tuvo como objetivo primordial el comercio con el fin de alcanzar las codiciadas especias asiáticas; sin embargo, no dejó de estar presente la justificación de colonizar aquellas lejanas tierras ignotas llevando el evangelio civilizatorio. El adoctrinamiento estuvo a cargo del clero regular, constituyéndose en baluarte de la dominación española en el archipiélago.
Para fomentar el poblamiento de las Filipinas, se instruyó a los virreyes novohispanos de la necesidad de enviar pobladores y soldados en cada galeón que zarpara a Manila; del mismo modo, los gobernadores isleños debían limitar las licencias para viajar a América, evitando que las islas se despoblaran(García-Abásolo 2002, 34), sobre todo a raíz de momentos de alta inseguridad y temor de levantamientos y ataques de los holandeses. No obstante, a fin de atraer gente, la Corona expidió repetidos despachos a los virreyes de la Nueva España tanto como a los gobernadores de las islas encargándoles que se observaran los privilegios concedidos a los vecinos y pobladores de éstas en cuanto a que podían ir y volver de ellas. La disposición miraba a la atracción de colonos y soldados para el poblamiento y por ende a la defensa de esas posesiones. Esta política trasluce en una cédula de Carlos II emitida el último día del año de 1677:
[⋯] con esta libertad se hará más frecuente ese comercio de que se seguirá el que muchos se casen y avecinen en ella [⋯] las personas que hubieren pasado de la Nueva España a esas islas y por no hallarse bien en ellas quisiesen volverse a México no habiendo ido por destierro u otro castigo con señalamiento de tiempo les concedan licencia para que lo puedan hacer libremente cada y cuándo que quisieren [⋯](ANF, Cedulario 1666-1680, 111f-v).
Si bien existía en derecho esa libertad de tránsito, no se podía prever la fecha del retorno por diversas circunstancias, deseos perturbados incluso por la muerte. Hacer la travesía desde las Filipinas a la Nueva España fue un hecho incierto y no contado por muchos. Un testimonio de las penurias padecidas lo atestiguó Gabriel Hernández, oficial de sastre en Puebla, quien permaneció del otro lado del océano durante 14 años. De acuerdo con su relato, tuvo que sortear muchos peligros, por lo que desde allá prometió al Señor servir a los pobres de la cárcel y para este empeño solicitó licencia al cabildo angelopolitano para recoger caridad con la venia del obispo Alonso de la Mota y Escobar. No se sabe el motivo por el cual navegó hacia aquellas islas, pero por la propia manda que él se impuso es probable que el alfayate haya sido enviado al archipiélago en calidad de forzado o mediante reclutamiento(Archivo General Municipal de Puebla, Actas de Cabildo [AGMP], 03/Nov/1612, Vol.14, 220f). Las muestras de piedad filipina también se manifestaron en el obispado de Tlaxcala/Puebla. Sin poder conocer el motivo de su traslado inicial, al pisar su tierra de origen a su retorno de aquellos lares un varón se mostró como un ermitaño de ejemplar vida que trajo consigo la imagen milagrosa de Nuestra Señora de Guía, patrona de Filipinas, bajo cuya protección se amparó una congregación de clérigos y seculares asentada en la parroquia de San José de la ciudad de Tlaxcala fundada por el obispo Palafox y Mendoza en 1641(Díez de la Calle 1659, 211).
Hubo emigrantes que tuvieron una cómoda estancia y emprendieron el giro en circunstancias favorables. Ese fue el caso de Fernando de Castro, caballero del hábito de Santiago, quien zarpó del puerto de Cavite al haber sido designado alcalde mayor de Puebla. Después de la larga travesía marítima, el funcionario real emprendió el dilatado y difícil recorrido terrestre hasta la vecina población de Cholula, distante unos 12 kilómetros de Puebla, donde fue recibido por los regidores Pedro Díez de Aguilar y Rodrigo García al son de trompetas y chirimías. El gobernador y los alcaldes de Cholula habían dispuesto el aderezo del poblado, colocando una bandera en las casas del cabildo y arcos triunfales para hermosear las calles(AGMP, 30/Abr/1603, Vol.13, 253v). Pasada la recepción, el personaje llegó a su destino para realizar el protocolo de obedecimiento, el acatamiento de un mandamiento y el juramento al cargo de justicia mayor de la Ciudad de los Ángeles y del pueblo de Cuauhtinchan. El nombramiento se expidió a inicios del mes de mayo de 1603 por un lapso de 15 meses y fijaba la percepción salarial de la nueva autoridad en 400 pesos anuales de oro de minas que provendrían de los tributos del pueblo mencionado y de su partido.
En variadas ocasiones, el cabildo poblano acató mandamientos o postuló con la venia gubernamental a integrantes del grupo oligárquico para acudir a las Filipinas con designios específicos. El doctor Marcos Zapata de Gálvez, hijo de Marcos Rodríguez Zapata, escribano mayor de cabildo, fue nombrado fiscal de la Audiencia de Manila el 15 de agosto de 1620 a la edad de 35 años(Archivo de la parroquia de El Sagrario de Puebla [APSP], Bautismos, Vol.2, 158v); ahí mismo fue promovido como oidor en marzo de 1628, permaneciendo en su oficio hasta 1642(Gaudin 2016, 3249, 3258-3259). Hermano por parte de padre del oficial mencionado con anterioridad, el edil Luis Cerón Zapata, fungiendo como obrero mayor en el ayuntamiento a la edad de 24 años(APSP, Bautismos, Vol.2, 105v), fue comisionado por mandato real y llevado a efecto por el virrey el 27 de enero de 1624 en calidad de capitán de infantería y el 2 de marzo siguiente se le ordenó la conducción de dos compañías de soldados para el real campo de Manila. El trayecto hacia el puerto de Acapulco se efectuó por la villa de Cuernavaca para dar encuentro a los batallones procedentes de la ciudad de México de acuerdo con lo acostumbrado(AGMP, 28/Ene/1624, Vol.16, 181v). La designación de Luis Cerón no fue obviamente azarosa ya que el cabildo había solicitado días antes a la Real Audiencia –como en repetidas veces en años posteriores–, la venia para nombrar a los capitanes entre sus miembros, argumentando que se evitarían las vejaciones que sufrían los vecinos de la ciudad a causa de las levas que hacían personas foráneas cada año(AGMP, 03/Nov/1612, Vol.16, 180f-181f, 241v-242f). No se sabe el lapso que el capitán permaneció en Manila, al menos en 1625 se asienta que se encontraba en Filipinas y en marzo de 1627 se le declara ausente del cabildo. Lo que se puede atestiguar es que su hermano Diego tomó la curul del cabildo por renunciamiento de Luis en abril de 1628(AGMP, 17/Jun/1628, Vol.17, 111v-112v).
Hubo otras personalidades de esta misma capital que se embarcaron a las Filipinas, pero no vivieron lo suficiente para su retorno. Este es el caso de Juan de Carmona Tamariz, depositario general del cabildo de Puebla, quien había adquirido el cargo desde 1610. Don Juan emprendió el viaje a fines de marzo de 1631. Antes de su partida, el día 29 de ese mes, estante en el puerto de Acapulco, otorgó poder a su mujer doña Agustina Gómez para que designara a la persona que habría de sustituirlo en caso de muerte; este fue un acto juicioso y oportuno pues el propietario del cargo falleció en Manila el 28 de noviembre del mismo año(Grajales e Illades 2021, 51-54) y no se supo de su deceso sino año y medio después, ya que no hubo nao que zarpara durante 1632. Las noticias y hechos que ocurrían en el otro continente solían llegar de manera dilatada como fue el caso de este deceso.
Como cabildantes, los hermanos Juan y Hernando de Carmona Tamariz intervinieron en la formación de batallones con destino a las Islas Filipinas, al igual que numerosos miembros de las familias de élite pertenecientes al ayuntamiento habilitados como capitanes o alféreces. Su nombramiento les daba preeminencia para reclutar y conducir batallones, pero sin la obligación de embarcarse. El hijo de Juan de Carmona, del mismo nombre y cargo de depositario general –controlando entre ambos el oficio por cerca de medio siglo–, recibió el nombramiento de capitán a guerra para formar una compañía de socorro destinada a Filipinas en mayo de 1665, cuyo real título en sesión de capítulo tomó entre sus manos, “[⋯] besó y puso sobre su cabeza y lo obedeció con la veneración y respeto que debe [⋯]”(AGMP, 01/Jun/1665, Vol.26, 167v–168v).
Quienes colonizaron el archipiélago vivían en un medio natural y social desfavorable a causa de los tifones, monzones y terremotos, padecían las incursiones de piratas musulmanes y la guerra hispano-holandesa, asimismo los diversos conflictos que ocasionaban los soldados reclutados en Nueva España y los levantamientos de los “indios chinos” llamados sangleyes –voz tagala que designaba a los comerciantes y artesanos chinos. Otro aspecto no menos importante fue el reducido mercado matrimonial al que se enfrentaban los varones peninsulares y españoles americanos para desposar con sus iguales, quienes preferían permanecer solteros y en consecuencia existía una disminuida fecundidad de la población blanca.
La tripulación de las naos estaba conformada por el general, almirante, veedor, contador, capitanes, maestres, soldados, marineros, piloto examinado y su ayudante(Díez de la Calle 1659, 359). La navegación estaba condicionada a las mareas, la fuerza de los vientos, la posibilidad de tempestades y la potencial presencia de enemigos de la Corona. Aunado a esos posibles avatares, los pasajeros sufrían la estrechez del espacio y la falta total de privacidad, aunque a los viajeros de prosapia se les ofrecía un aposento. Dado que la bodega del navío se destinaba a almacenar las mercancías, el equipaje se depositaba en la cubierta, bajo cuyas lonas se acomodaban los pasajeros día y noche(Mira 2010, 40-41). El costo de los boletos era diferenciado según la calidad de los servicios y el trayecto. A pesar de que la cifra a la que se va a aludir corresponda a mediados del siglo XVIII– es ilustrativa una cédula real de 1756 obedecida en Manila dos años después en la que se estipula que “por mesa, camarote y catre de ida a Nueva España el valor [es] de 700 pesos y por el igual acomodo a el que se considerare en la segunda mesa 450 pesos. Al retorno de Nueva España a estas islas por las propias condiciones a los de primera mesa 500 pesos y a los de segunda 300”(ANF, Despachos, 578f-v).
Independientemente de las provisiones que pudiera haber a bordo, se recomendaba a los pasajeros aprovisionarse de pescado seco, tocino, bizcocho, arroz, leguminosas, queso, ajos, aceitunas, frutos secos, aceite de oliva, vinagre, harina, vino y agua. La preparación de alimentos se llevaba a cabo en el brasero que se encontraba en la proa, el artefacto se prendía a las doce del día, hora del almuerzo, a condición de que el viento lo permitiera. El despensero era una figura de gran importancia, ya que le correspondía fiscalizar el reparto de los suministros durante la travesía, así como tasar y distribuir las raciones dada la limitación de alimentos; obviamente, las frutas y verduras se consumían en los primeros días de la travesía. Otra figura importante del galeón era el alguacil del agua, encargado de regular su consumo(Mira 2010, 42, 45-46).
Entre los principales inconvenientes que presentaba el viaje era la falta de higiene, ya que el agua no se desperdiciaba en el aseo; en consecuencia, el ambiente pestilente se acumulaba a diario. Al líquido destinado al consumo se añadía el agua de las lluvias y tormentas, la cual se introducía en la embarcación y se estancaba. Contribuía a la hediondez el imprevisible e incontrolable vómito de los pasajeros, carentes de experiencia para enfrentar el continuo movimiento del galeón. El hedor se incrementaba diariamente con las impostergables excreciones corporales, para las cuales se habilitaban letrinas en proa y popa. La situación se agravaba porque en las naos también se transportaban animales domésticos, además de otros habituales e inevitables viajeros: roedores, cucarachas, pulgas, garrapatas, chinches y piojos, además de un viajero invisible: la yersinia, bacteria que se contraía por el consumo de alimentos y agua contaminados. Esta fauna se caracterizaba por no distinguir la calidad de los viajeros y se convertía en verdadera plaga que atormentaba a todos aquellos que iban a bordo. Durante la travesía el pasaje se entretenía con juegos de azar, conversaciones, pesca, lectura, cantos, música e incluso las prohibidas peleas de gallos. Invariablemente estaban presentes las reyertas, los hurtos, las enfermedades y los fallecimientos. Los galeones contaban con un cirujano barbero, también había un capellán, encargado de los oficios religiosos para vivos y difuntos y a estos se les colocaban lastres y eran lanzados al mar(Mira 2010, 42-43, 49, 53-54).
En referencia a la calidad de los individuos que navegaban y al grupo de galeotes que remaban de manera forzada en las naves, el franciscano Antonio de Guevara –entre crítica y sátira–, calificó a las embarcaciones como una “[⋯] cárcel para los traviesos y un verdugo para los pasajeros [⋯]”(1673, 264). El fraile y obispo de Mondoñedo, Galicia, cronista del Consejo de su Majestad, previno a los viajantes para que tomaran una serie de providencias antes de hacerse a la mar: zanjar los pendientes divinos y terrenales; descargar el cuerpo con la ingestión de purgas; lisonjear al capitán, a quien le complacía ser temido y servido; ganarse al cómitre para poder desplazarse por la crujía, al piloto para cobijarse junto a él, al alguacil que se encargaba de la policía del navío, al cocinero para hacer uso del brasero, a un remero para que sirviera como criado y a los proeles porque eran quienes transportaban al pasaje en bote para alcanzar la costa. Entre otras sugerencias destacaban el portar un colchón terciado, cargar con varias camisas para la travesía, aromatizantes, comida propia y papel de azafrán para colocarlo en el corazón con el fin de evitar el mareo y la náusea; realizar el registro completo del equipaje ante el escribano y cuidarlo durante el trayecto; hablar poco y leer mucho para evitar el juego y la plática; durante las maniobras de la embarcación el fraile proponía permanecer inactivo, en silencio y sin estorbar, actitud sumamente valorada por la tripulación(Guevara 1673, 272-276). El destino de un galeón podía malograrse por incendios, ataques, motines, tempestades, escollos y naufragios.
Ⅲ. La defensa
A raíz del acto fundacional de Manila en 1571, con la determinación de permanecer en el sudeste asiático y con el afán de conquistar la China, los españoles iniciaron los trabajos de fortificación de la colonia que consistió en una endeble empalizada, así como procurar un destacamento militar estable(Alonso-Álvarez 2003, 27). Al paso del tiempo, la madera se sustituyó por elementos constructivos más sólidos como la piedra y el ladrillo, y se proyectó un sistema de muros, fosos y fortificaciones(Gomà 2012), por lo que Manila se convirtió en una ciudad confiable en cuyo interior se asentaron los símbolos del poder. Intramuros, se alojaban las edificaciones principales del orden civil y eclesiástico, así como los solares de la población inmigrante española y novohispana, primordialmente.
El primer fuerte de cantera nombrado de Nuestra Señora de Guía se construyó bajo la gubernatura de Santiago de Vera y fue durante el gobierno de Gómez Pérez Dasmariñas hacia 1592, cuando se construyó la muralla en piedra que rodea la ciudad “con garitas, parapetos y demás características defensivas de su época, entre ellas, puentes levadizos que se alzaban sobre fosos que aislaban todavía más el recinto amurallado del territorio circundante.”(Gomà 2012, s,n,p,). Por estos tiempos se levantó la emblemática fortaleza de Santiago, situada en el extremo sur de la desembocadura del río Pásig, seguida de otros baluartes. Otras obras de salvaguarda fueron el alzado de las murallas y el ensanchamiento de los fosos. Pese a las modificaciones efectuadas en el transcurso del tiempo, la morfología urbana de Intramuros no se modificó y hasta el final del dominio colonial sus murallas continuaron delimitando el perímetro de la ciudad antigua(Gomà 2012).
A raíz de una disputa con los oidores de Manila por los años 1620, el gobernador Alonso Fajardo resolvió disminuir los salarios de los mandos y soldados por lo que se sabe de manera parcial que la capital estaba resguardada por el castellano de Manila, con un ingreso anual de 800 pesos de a ocho; un sargento mayor con 40 pesos de a ocho reales al mes, con dos ayudantes, cada uno con poco más de la mitad de su ingreso. Había también un capitán de la guardia, un sargento mayor, y los alcaldes de los fuertes de Nueva Segovia, Villa de Arévalo y la isla de Cebú, percibían apenas 13 pesos mensuales cada uno(Sales 2005, 434).
A través del memorial presentado en 1637 por el procurador Juan Grau y Monfalcón es posible obtener información más abundante acerca del sistema defensivo del archipiélago(Fernández 1972, 428-430). La oficialidad estaba integrada por un general, un teniente y seis capitanes, quienes repartidos en parejas asistían a Manila, Isla Hermosa y Terrenate; un contador y un capellán. Las Filipinas contaban con seis galeras, cada una con caporal, patrón, cómitre, sotacómitre, alguacil, remolar y tres marineros. El total de individuos que realizaba trabajos forzados pasaban de mil, en cada uno se invertían 27 pesos y dos reales, más tres pesos en su vestido y no recibían paga. El general de galeras percibía un sueldo anual de 800 pesos mientras que los naturales que se empleaban en la jarciería, 24 pesos y medio real. El puerto de Cavite, Terrenate e Isla Hermosa contaban con una docena de pilotos, una decena de contramaestres, la misma cantidad de bajeles como de guardianes. Había 520 marineros que viajaban a los sitios mencionados, así como a la Nueva España y a otros lugares; 200 grumetes, once toneleros, un buzo, 160 sangleyes que se empleaban como marinos en los champanes y se encargaban de trajinar con el bastimento y pertrechos; había también veinte indios al servicio del barco centinela en la Isla de Mariveles, 130 lascares –nativos de la Índica que también se desempeñaban como grumetes y marineros–, un maestro de cordonería, dos indios cordoneros, medio centenar de naturales que se dedicaban a la jarciería, seis carpinteros españoles y 550 indios del mismo oficio, 50 sangleyes como carpinteros y aserradores; siete calafates españoles, cuatro esclavos y catorce sangleyes; un maestro herrero en Cavite, otro maestro de fundición en Manila, 100 herreros indios, treinta sangleyes y diez fraguas.
Por la alta calidad de maderas que producía la región, los galeones se construían en el astillero instalado en el puerto de Cavite emplazado en la gran bahía de Manila. Cavite tenía fabricador de naos, otro de galeras, apuntador y veedor, administrador de la fundición de artillería, un fundidor, administrador de pólvora y otro de la jarciería. En Manila, Cavite, Jambalbo de la Pampanga e Isla Hermosa, también había un administrador de almacén. El total del gasto naval en el que se ocupaban 832 españoles y 2 200 indios chinos montaba a 283 184 pesos. La fabricación de un galeón anual ascendía a 20 000 pesos.
Este tipo de embarcaciones de hechura española eran empleadas para los viajes transoceánicos y estaban diseñadas en dos tamaños para soportar 600 toneladas o hasta el doble. Por sus dimensiones, el galeón estaba estructurado para surcar el océano Pacífico en la navegación de altura, sin embargo, presentaba problemas al desplazarse por el mar de las Filipinas plagado de islas, islotes, peñascos a flor de agua y sitios poco profundos que los hacían encallar(Sales 2000, 82-83).
Luego de la fundación de Manila, la Corona se empeñó en reglamentar y controlar las condiciones económicas y militares de la carrera del Pacífico. La frontera asiática del imperio quedó bajo la jurisdicción de la Nueva España donde se emitieron distintos mandamientos. Las primeras Instrucciones se dataron en 1571, 1572 y 1573, en las cuales se ordenaba el armamento, con financiamiento público, de tres a cuatro buques en el archipiélago y el mismo número para la costa novohispana. Valdez-Bubnov(2017, 229-230) asegura que el factor económico tanto como el militar incidieron en el incremento de las dimensiones del casco de las naves y, en consecuencia, en el tonelaje mercantil y la potencia de fuego de los cañones acomodados en los barcos.
Desde 1603 se recomendaba a los pasajeros que llevaran armas de fuego para que en situación de ataque unieran fuerzas. No fue sino hasta mediados del siglo XVII cuando algunos galeones fueron transformados en naves de guerra, sobre todo para proteger las islas. Uno de tantos enfrentamientos tuvo lugar en 1646 protagonizado por la flota española y una escuadra de 16 galeones al mando del capitán Vries que habían zarpado de Batavia, colonia holandesa, con la frustrada intención de apropiarse del archipiélago español(HGSMAM 2012, 101).
La sentencia de servir en galeras fue una de las condenas empleadas por la Inquisición novohispana. Los galeotes se encargaban de remar de manera forzada en las embarcaciones y sin percepción de sueldo(Illades 2016, 188). La pena fue introducida por el emperador Carlos V y duraba en promedio cinco años, los dos primeros dedicados al adiestramiento del condenado (García-Molina 1999, 357-358). Este tipo de castigo fue aplicado por el Tribunal de la Inquisición tanto como por la justicia ordinaria. Uno de innumerables casos lo protagonizó el regidor y alguacil mayor de Puebla, Alonso Raboso de la Plaza, quien fue advertido por el virrey conde de Baños de ejecutar la orden del secretario de la Real Sala del Crimen para proceder contra diferentes personas y remitirlas a la Real cárcel de la corte. De la lista de fugitivos, el alguacil remitió sólo a cinco: cuatro de ellos se destinaron al archipiélago y el otro fue ajusticiado en la localidad; los demás –explicaba a guisa de justificación– como eran muchos, había que perseguirlos por montes y despoblados(AGMP, 27/Ago/1666, Vol.26, 306v-308v). La Santa Hermandad fue otra institución que coadyuvó en la persecución de vagabundos, soldados huidos y alistar gente para los batallones destinados a las Filipinas y el Caribe. Para la ciudad de los Ángeles, el oficio de provincial de la corporación fue mercedado por el virrey para que rotara entre sus capitulares, señalando al mismo tiempo una jurisdicción que comprendía desde la venta de Río Frio hasta el pueblo de Jalapa(AGMP, 30/Mar/1644, Vol.20, 147f-169v).
Durante el siglo XVII se regularizó el procedimiento de tropas forzadas con un doble propósito: engrosar los batallones para afianzar la presencia española en el Mar del Sur y al mismo tiempo como una medida de escarmiento para delincuentes que deambulaban en las ciudades y en los caminos de la Nueva España. De acuerdo con Stephanie Mawson(2013, 693) el sistema de reclutamiento forzado era independiente de la leva ordinaria mediante la cual se enrolaban voluntarios, pero también se recurría a métodos coercitivos. El sistema de justicia penal apuntaba a una capa particular de delincuentes que estaban excluidos de la gracia del indulto a cambio de servir a la Corona durante el período de castigo. Mawson opina que este sistema aseguraba un acto de limpieza social; el propio obispo de Puebla Juan de Palafox y Mendoza confió en un escrito que se debía poner atención en arrestar a los vagabundos para enviarlos cada año a las Filipinas(2013, 700 y703).
García-Abásolo ayuda a visualizar y matizar el significado de las denominadas tropas de Manila: gente mal pertrechada, poco numerosa y con gran notoriedad. El mismo autor cita una carta del gobernador Juan Niño de Tavora dirigida al Rey en 1629, en donde le confiaba que Manila: “Por ser presidio, está llena de soldadesca que anda siempre con las armas al hombro. La gente (es) por la mayor parte inquieta y facinerosa, desechada de Castilla y de la Nueva España”(2011, 84).
De uno u otros modos, la Angelópolis contribuyó de manera significativa en la defensa de las islas españolas del Lejano Oriente como se atestiguará más adelante. Al parecer, las disposiciones virreinales para enrolar infantería, artilleros y gente de mar en la ciudad de Puebla para su emplazamiento en el Real Campo de Manila se dieron con mayor presteza desde mediados del siglo XVII. Regularmente, el virrey en turno nombraba a un capitán de las milicias del virreinato para que se hiciese cargo de formar compañías en la ciudad y conducirlas al puerto de Acapulco para emprender la travesía. Por ahí desfilaron Juan Manuel de Soto Mayor, Francisco de Espinosa, Miguel Raboso de Guevara, Diego de Saldaña, Luis de Soto Balderrama, Gonzalo de Vargas Portocarrero e Ignacio de Espinoza, entre otros. Los mandamientos se emitían desde pasada la Navidad hasta la tercera semana de febrero, con suficiente anticipación a la primavera cuando se soltaban amarras. Al menos hubo diez años en la segunda mitad del siglo que vecinos de Puebla se embarcaron, lo cual no es poco, ya que no todos los años arribaban las flotas procedentes del Poniente por distintos motivos(AGMP, Vol.26-Vol.29).
Ⅳ. La travesía y el comercio
El viaje de la flota emprendía en Manila, mientras que el tornaviaje partía de Acapulco. Este amarradero fue el único de la América española autorizado para efectuar el retorno a las Filipinas(Meyer 1988, 95-96), erigiéndose como el puerto preponderante del Pacífico novohispano. Fray Andrés de Urdaneta resaltó el tamaño de su bahía, la seguridad que proveía, así como sus buenas aguas. Años después, el religioso dominico Domingo Fernández Navarrete ponderaba sus ventajas: “El puerto es el mejor, y más seguro del mundo, [⋯] de cuantos yo he visto, que no han sido pocos, ninguno hay, que le pueda igualar.”(1676, 298-299).
Las características mencionadas convirtieron al incipiente puerto en el centro de acopio y distribución de las mercancías tanto asiáticas como novohispanas y europeas; al mismo tiempo se generó un espacio de hacinamiento temporal de tripulantes, galeotes, funcionarios reales, religiosos, pasajeros, mercaderes, arrieros, estibadores, batallones y población flotante de hombres y mujeres que atendían las necesidades del gentío. A la partida del torrente de gente, debieron permanecer alrededor de 150 vecinos, incluidos los integrantes de las dos fuerzas de presidio que había hacia mediados del siglo XVII(Díez de la Calle 1659, 186).
El puerto localizado en el paralelo 17 se localizaba a 6 leguas (21 km) del río Yopes que marcaba el límite entre de arzobispado de México y el obispado de Tlaxcala/Puebla. El asentamiento contaba con plazas de presidio que abrigaban dos fuerzas, un convento de la orden de San Francisco, y un hospital de la orden de San Juan de Dios. Dependiente del arzobispado, la iglesia parroquial estaba administrada por un cura y su vicario con un estipendio de 200 pesos de oro de minas. La construcción del castillo San Diego inició en 1606; estaba pertrechado con 24 piezas de artillería y otro fuerte más pequeño contaba con ocho cañones. La custodia del puerto estaba a cargo de un condestable y 16 artilleros; un sargento y 30 soldados de a pie; en tanto que en las fortificaciones se aplicaban un herrero y un armero. La aduana empleaba a un alférez y al guarda mayor. El sustento del castellano, la oficialidad y los regulares ascendía a 20 000 pesos anuales que provenían de la Caja Real de México.
Además de castellano de San Diego, a dicho oficial se le adjudicaron los nombramientos de capitán de guerra y de alcalde mayor desde 1633, por lo que su remuneración era de mil ducados anuales. La autoridad del puerto actuaba con los oficiales de la Real Hacienda en el despacho de los navíos que cada año iban y venían de las islas Filipinas. El primer castellano designado por Su Majestad fue Pedro de Legoreta en septiembre de 1628, ya que hasta ese año el virrey de la Nueva España proveyó esa plaza junto con las de capitán a guerra y alcalde mayor. La Junta de Guerra de Indias aceptó la potestad del castellano para elegir o nombrar al alférez y al teniente(Díez de la Calle 1659, 174, 186).
Cada viaje implicaba una serie de meticulosos trámites administrativos, la resolución sobre diversos nombramientos, la conformación de la tripulación y el acogimiento de las guarniciones que eran transportadas. Los oficiales reales de la Hacienda novohispana se encargaban de vigilar el pago de impuestos, el tránsito de mercancías, los fondos con que se liquidarían los emolumentos de autoridades civiles, así como las dotaciones para el clero regular y secular, además de la paga de los soldados que se destacaban para el archipiélago(Velázquez y Arteaga 1964, 303, 305).
Las embarcaciones partían de Manila en el mes de junio y en diciembre atracaban en Acapulco después de sortear numerosos riesgos; pero de acuerdo con la oscilación de los vientos la flota podría arribar, de manera temprana, en noviembre, aunque si las condiciones no eran favorables se retrasaba hasta enero. Cuando la flota se localizaba a la altura de la Barra de Navidad en Nueva España, el capitán enviaba una pequeña embarcación denominada “aviso” para advertir la cercanía de las naves y además transportaba el correo que debía entregar al alcalde mayor de Colima, quien a su vez lo remitía al virrey. A partir de ese momento iniciaba la organización del viaje de tornada al archipiélago, lo que ponía en movimiento a la Nueva España durante un trimestre aproximadamente(Sales 2000, 86-89). El tornaviaje era más rápido y tranquilo, lo que llevó a calificar ese recorrido como la navegación que se realizaba por el Mar de las Damas. En Acapulco, las amarras se soltaban en marzo del año siguiente y el galeón se dirigía hasta la isla de Guam, perteneciente al archipiélago de las Marianas, conocido también como de los Ladrones. Esta escala permitía el aprovisionamiento de la flota para reanudar el viaje hacia el archipiélago filipino por una veintena de días o un mes. De Acapulco a Manila, la duración de la travesía fluctuaba entre dos y tres meses (García-Abásolo 2011, 80; Castellanos 2005, 90, 94; Fernández 1972, 287).
El intercambio exclusivo de gente y mercaderías desde Acapulco con las Filipinas perduró hasta 1768, año en que se decretó la libertad de comercio con el fin de reestructurar y regular la actividad mercantil en el imperio español. En 1785 se formó la Real Compañía de Filipinas, empresa que abrió un nuevo circuito marítimo que partía del archipiélago, surcaba el océano Índico y bordeaba África hasta alcanzar la península ibérica(Meyer 1988, 94-96).
El mismo año de la liberación del comercio se dio apertura al puerto de San Blas, ubicado en la costa de Nueva Galicia (actualmente perteneciente al estado de Nayarit), con el ánimo de agilizar la actividad mercantil con las Filipinas, hecho que anuló la prerrogativa de que había gozado Acapulco en el comercio asiático. El puerto neo gallego recibía al galeón de Manila tanto como a las embarcaciones de las compañías comerciales peninsulares que florecieron y trasegaron con las mercancías asiáticas desde Cantón. La importancia comercial que adquirió aquella región occidental mexicana culminó con la creación del Consulado de Comerciantes de Guadalajara en 1795. Pero las mercaderías no sólo llegaban por esta vía de manera directa y legal, también por el Atlántico arribaban géneros orientales acarreados por la flota que anclaba en Veracruz. Desde América Central, igualmente ingresaban productos que se desprendían del contrabando que efectuaban los ingleses, quienes tenían como base la isla de Jamaica; desde ahí los conducían a Portobelo, y luego los transportaban a través de la estrecha franja panameña hasta alcanzar la Mar del Sur(Bonialian 2017, 14-15, 26). En la Nueva España la descarga del contrabando se realizaba en las bahías de Huatulco, en el obispado de Oaxaca, y en la bahía de Zihuatanejo, 250 kilómetros al noroeste de Acapulco.
Manila acopiaba los artículos provenientes de China, Macao, Goa, Siam, Camboya, Japón y Borneo que tenían a América como destino(Picazo 2000, 116). Eran embarcados diamantes, rubíes y otras piedras preciosas, oro labrado y en panes, plata trabajada, jade, ámbar, perlas, madreperlas (nácar), conchas, caracoles y carey, marfiles, alabastro, porcelanas, pólvora, estaño, plomo, salitre, tintes minerales y vegetales, teca, alcanfor, azabache, corcho, papel, lacas, maques, esmaltes, abanicos, tafetanes, damascos, gorgoranes, terciopelos, seda cruda y rasos, lanas de camello, bordados, rebozos, ropa blanca y negra de algodón, aceites aromáticos, perfumes de algalia, almizcle y estoraque, especias, bejuco, palma y plumas, además de diversos efectos como la reja del coro de la catedral de México que fue confeccionada en Macao. Cabe resaltar que no estaba fuera de este corredor la trata de esclavos(Picazo 2000, 116; Martínez Del Río 1988, 81-86; Torres 1866, 345-364).
Los géneros se congregaban en el Parián (palabra de origen tagalo), lugar en el que se asentaron los sangleyes. Considerado como pueblo, distante a “un tiro de arcabuz” de Manila(Torres 1866, 345), también admitió a mercaderes de otras regiones de Asia(Martínez Del Río 1988, 78-79). Intramuros de la capital se agrupaba la población española peninsular y americana; de ahí que las medidas de segregación racial tomadas por las autoridades produjeron un mosaico multiétnico fuera de las murallas del casco español, ya que el exterior también estaba habitado por población aborigen.
En 1606, el Parián contaba con 185 viviendas y 243 tiendas. Seis años antes, el asentamiento de chinos extramuros alcanzaba la cifra de 26 000 personas y se calcula que en el transcurso del siglo XVII llegaron a 30 o hasta 35 000. Los chinos no eran súbditos de la Corona y pagaban impuestos por residir en las islas(Cano 2016, 216, 219, 221). A principios de la centuria mencionada, la población española se estimaba en 8 000 habitantes y al mediar el siglo había descendido a 7 000; en inferioridad numérica coexistían con 20 000 filipinos y 15 000 chinos(Gaudin, 2016, 3247).
En Acapulco se embarcaba plata amonedada y en lingotes, vino, aceite de oliva, vinagre, aceitunas, avellanas, pasas, cacao, anís, romero, tabaco, cochinilla, jabón, lana, paños y sombreros de fieltro y de la tierra, textiles de Holanda y de Ruan, esmeraldas, gargantillas, pasamanos de oro y libros(Picazo 2000, 117; Martínez Del Río 1988, 77).
En 1593, se dispuso que el comercio con las Filipinas no debía rebasar el límite de 250 000 pesos en mercancías en cada viaje y desde Acapulco no podían excederse de enviar al archipiélago más de medio millón de pesos de plata anuales(Cano 2016, 231-232); dicha prevención –como lo atestigua una real cédula de 1677 que se debía acatar rigurosamente– parece que permaneció durante el siglo XVII, al menos en lo que concierne a los géneros, pero que no debían rebasar 500 pesos de plata, solamente, en los galeones que eran fletados en la ciudad de México y en la Puebla de los Ángeles(ANF, Cedulario 1571-1679, Exp.12, 33-35). No obstante, la transgresión a la normativa fue continua. Se tiene información de que salían hasta 2 o 2.5 millones de pesos de plata de manera ilegal, producto del contubernio entre los oficiales reales y capitanes de las embarcaciones, pues había algunos de ellos que al mismo tiempo desempeñaban actividades comerciales(Picazo 2000, 116).
Con el arribo de la Nao de China iniciaba la feria de Acapulco, en ésta se abastecían de géneros de Oriente los poderosos mercaderes que integraban el Consulado de Comerciantes de la Ciudad de México. Este grupo negociaba igualmente con las mercaderías europeas que se trasportaban a través del sistema de flotas y que anclaban en el puerto de Veracruz. Parte de la masa de productos adquirida en ambos puertos se destinaba al mercado interno y el resto se enviaba al externo, por lo que la capital novohispana se erigió en sede para la acumulación y colocación de las mercancías intercontinentales. Así, la Nueva España se convirtió en el eje articulador del comercio transoceánico del Imperio español a través de Acapulco y Veracruz. Desde el puerto del Pacífico también se surtía con mercaderías a los tratantes del virreinato del Perú, cuya puerta de ingreso era El Callao; al principio de manera legal y más tarde ilegal, ya que el comercio entre Perú y Asia se prohibió antes de que concluyera el siglo XVI. Al otro lado del océano, Manila funcionó como el puente comercial de Asia con la Nueva España. El intercambio comercial con el Oriente propició la ampliación y multiplicación de la cultura material americana y europea; asimismo, Manila tuvo una posición estratégica en el afán de España por emprender la soñada conquista de China.
Ⅴ. El situado
Distintos problemas obstaculizaban la comunicación transpacífica, entre otros, la construcción de galeones, porque si bien existían maderas muy finas en las islas, se carecía de pertrechos de hierro y plomo, los cuales eran enviados desde la Nueva España, a lo cual se agregaba el laborioso y dilatado mantenimiento de las embarcaciones. Por otro lado, los naufragios, la destrucción o captura de barcos perpetradas por enemigos, el incendio de flotas por los propios tripulantes para evitar que cayeran en manos de los adversarios, además de los recursos destinados al sostenimiento del presidio español ubicado en las Molucas, se sumaban a los apuros(Sales 2009, 166-167).
En 1606, la Corona decidió aportar anualmente ayuda monetaria a sus posesiones insulares del Pacífico para cubrir los costos administrativos y de defensa, específicamente la amenaza que representaban las ambiciones holandesas por apoderarse del archipiélago. Dada la incapacidad para hacer frente a la situación a través de los propios recursos fiscales de Manila, la Corona transfirió el gasto a las Cajas Reales más prósperas, disponiendo de las erogaciones necesarias con cargo al usufructo real. El mecanismo de transferencia de recursos de las arcas reales con destino al archipiélago fue el situado novohispano, dinero que se obtenía de las cajas de la Real Hacienda virreinal, en lugar de despachar los caudales desde la península ibérica por los distintos inconvenientes que presentaba la distancia. En el transcurso del siglo XVII, los virreyes en turno enviaron en promedio 250 000 pesos anuales para complementar los gastos que se erogaban en las islas(Alonso-Álvarez 2003, 34).
Hacia 1637, la carga que generaba a las arcas reales el sostenimiento de las Filipinas era mayor que los ingresos que redituaban esas posesiones en los confines del Imperio. Había contemporáneos que consideraban que el comercio con Oriente debía prohibirse por el desembolso que representaba la asistencia al archipiélago, mientras que, para otros, en el intercambio mercantil estribaba la importancia de las islas. Para la Nueva España, la ruta comercial que se abrió desde sus costas hasta Filipinas tuvo un enorme impacto en el desarrollo de su actividad productiva y comercial, por lo que la relación de dependencia con la península ibérica se fue desdibujando al transcurrir del tiempo(Picazo 2000, 118-119). El virreinato, a través de los puertos de Veracruz y Acapulco, se consolidó como el indispensable puente entre Europa y Asia. Los géneros de Oriente circularon y se consumieron en los dominios hispanoamericanos a pesar de las prohibiciones impuestas por la Corona al comercio entre sus virreinatos. El volumen de mercaderías que se embarcaban en los galeones de la ruta transpacífica de forma ilegal fue cuantioso. Al paso del tiempo, esa práctica comercial, aunada al comercio legal, coadyuvó a resquebrajar la preeminencia del comercio con la metrópoli. Al parecer de Mariano Bonialian(2016, 41) el tráfico transpacífico colocó a la Nueva España en el nudo del imperio ultramarino. El control de los dos circuitos interoceánicos más importantes a través del Galeón de Manila y la flota de Veracruz, promovió la rivalidad con España por ver quién lograba predominar en el comercio mercantil con el virreinato del Perú.
Dentro del inmenso derrotero que vinculaba a tres continentes, Puebla tuvo una participación significativa. Al formar parte de las rutas transoceánicas, el sitio se distinguió como un notable centro distribuidor de mercancías del imperio español. Su economía se había fincado principalmente en el cultivo de trigo y cebada, además de moreras y frutales. A partir del último tercio del siglo XVI, y a lo largo del siguiente, la ciudad y la región se convirtieron en un notable polo agricultor(Medina 1983, 120-123), reputado como granero de la Nueva España. Aunado a la producción de granos, se instalaron molinos y panaderías que surtieron a los diversos mercados de harinas, panes y bizcochos. Durante el periodo novohispano, en Puebla llegaron a funcionar catorce molinos de trigo, algo único en toda América(Thomson 1989, 14).
Otras actividades que afamaron a la provincia fueron la ganadería y el comercio. La cría de ovejas y de cerdos impulsaron dos actividades básicas: la producción en los obrajes y la tocinería, y en cuanto al comercio destacaron los tratos del vino y de la grana, colorante que proporciona la cochinilla que anida en las nopaleras, utilizado en los obrajes y tintorerías de América y Europa. Además de la manufactura y la comercialización de paños y mantas, otros géneros poblanos fueron la seda, los sombreros, las forjas de hierro, las pieles, el jabón, la loza, y el vidrio.
La actividad comercial estaba gravada a través de la alcabala que consistía en el pago de un tanto por ciento de lo que se vendía y permutaba. Se trata del impuesto ordinario más significativo por el volumen del comercio. Esta renta era de carácter universal, salvo en los casos exceptuados por la ley –como sucedió con el comercio indígena– y debía recabarse con apego a la Recopilación de las leyes de los reinos de las Indias por “[⋯] todas las cosas que se cogieren y criaren, vendieren y contrataren de labranza, crianza, frutos y granjerías, tratos y oficios, ó en otra cualquier forma”(1841, tomo III, libro VIII, título XIII, leyes primera y II).
La Real Hacienda novohispana era la institución responsable de la recaudación a través de funcionarios reales; sin embargo, se implementaron diversas vías en provecho de las arcas regias. Por disposición real, suscrita el 14 de agosto de 1610, se delegó la función fiscal en cabildos o en particulares a través del arrendamiento del proceso recaudatorio, convirtiéndolos en extensiones fiscales de la Corona. Con una década de anticipación al mandato mencionado, a partir de 1600 y hasta 1697, el cabildo de Puebla consiguió que la Corona le cediera el derecho de recaudación mediante el otorgamiento del asiento de la alcabala.
Durante casi un siglo, la Junta de la Real Hacienda celebró ocho contratos de alcabala con la corporación edilicia de la Angelópolis. De las negociaciones entre cabildantes y funcionarios reales, en ocasiones ríspidas, se acordó, en el primer protocolo, que la ciudad pagaría una renta anual de 24 000 pesos por 11 años. En 1612, un segundo acuerdo se refrendó por 25 000. El tercer convenio se celebró en 1627 por 15 años: durante el primer lustro se mantendría la misma cantidad, pero los diez años restantes el monto ascendería a 50 000 pesos. La duplicación del arriendo se justificó por la creación de nuevos impuestos ligados a la Unión de Armas, proyecto político del conde duque de Olivares, y de la Armada de Barlovento, por iniciativa del virrey marqués de Cerralbo. El cuarto, tanto como el quinto arreglo, de mediados del siglo, se fijaron en 53 300 pesos; y los tres últimos contratos, a partir de 1653, se estacionaron en 57 300 pesos(Celaya 2010, 77). La gabela al comercio que se recaudaba en la Angelópolis se convirtió en una renta situada, sobre la cual decidía la Real Hacienda para solventar múltiples necesidades.
El gobierno municipal, de manera incesante, contribuyó con recursos pecuniarios para el abasto de la flota y sostenimiento de los soldados que integraban las compañías de milicias. Los caudales provenían de dos fuentes: las rentas de las propiedades pertenecientes a la ciudad y de la Real Alcabala del Cabezón y Viento que incluía a los comerciantes que residían en Puebla tanto como a los forasteros que se dedicaban a la misma actividad. Los virreyes tenían la facultad de ordenar a los alcaldes mayores que pagaran a cuenta de la alcabala los caudales para los soldados que serían conducidos a las islas(AGMP, 07/Feb/1642, Vol.19, 276v-277f). Para ello, se ordenaba al tesorero y receptores del impuesto que entregaran al justicia mayor la cantidad que éste pidiera para la leva además del despacho de bastimentos(AGMP, 27/Feb/1646, Vol.21, 158v-159f).
Ⅵ. El abasto
La ciudad estaba comprometida a adquirir los suministros que se enviarían a la flota del Pacífico, a la Armada de Barlovento y a los presidios del Caribe y la Florida. De manera que Puebla ocupó un lugar muy importante desde el punto de vista económico y militar para la Corona, pues se erigió como un centro urbano indefectible para contribuir con el alistamiento de compañías de milicias, por un lado, y por otro, el avituallamiento de las flotas. Una demanda constante era de bizcocho, pan blanco y pan bazo(AGMP, 25/Oct/1599, Vol.13, 86v), que eran especialidades de la localidad, así como fanegas de menestras compuestas por tercios o bultos de arroz, garbanzo y habas que constituían el matalotaje que se suministraba a la tripulación, los galeotes, la tropa y los presidiarios(Robelo 1997). De acuerdo con el mismo autor, un quintal equivalía a 46.02 kilos en la Nueva España, de manera que tomando como ejemplo una remesa realizada en 1692, se tantea su envergadura que consistía en 337.5 quintales de bizcocho bazo con 5 por ciento de blanco (15 y media toneladas), además se despacharon 74 quintales de menestras, 63 de tocino, 7.5 de manteca y 15 de queso(AGMP, 04/Jul/1692, Vol.33, 86v-89v). Las pipas abatidas (cubos o toneles) eran otros encargos reiterados; en 1647, alcanzó dos centenares(AGMP, 30/Oct/1647, Vol.22, 96v-97f). Los paños tejidos en los numerosos obrajes citadinos fueron también objeto de exportación, como muestra la remisión, en 1649, de 1 500 varas de paños, cuyo precio por unidad era de 19 reales(AGMP, 22/Jun/ 1649, Vol.22, 287v).
El tesorero de las Reales Alcabalas del Asiento del Cabezón y de Viento era el encargado de entregar los recursos para el pago de los asentistas del bizcocho, quienes surtían de su producto a la tripulación de las armadas y flotas; asimismo, avituallaban a la leva para su sostenimiento(AGMP, 21/Ene/1679, Vol.29, 383f-385v). El asiento o contrato para surtir el bizcocho por un tiempo determinado se realizaba a través de subasta.
Los preparativos para el abastecimiento de la nao se apresuraban cuando se le avistaba “en derecera del Puerto de la Natividad”(AGMP, 02Mar/1650, Vol.23, 29f-v). A mediados del siglo, por mandamiento de la Real Audiencia se ordenaba al alcalde mayor de la Angelópolis la compra de 1 500 bizcochos y acarrearlos a la bahía de Acapulco, así como el pago a los arrieros por el costo de las recuas. Las vituallas se entregaban a los oficiales reales, quienes las distribuían en raciones para los artilleros, marineros y gente de servicio de la flota mientras ésta se mantenía surta y cada dos meses, en caso de tener que reabastecerla de bizcocho durante la invernada(AGMP, 28/Jun/1652, Vol.23, 211v-212f).
En 1654, el alcalde mayor ordenó al tesorero de la real alcabala, licenciado José de la Fuente y Mendoza, que por cuenta de lo que la ciudad adeudaba del gravamen entregara 7 750 pesos para la compra de 1 500 quintales de bizcocho y su flete, lo que significaría que el quintal o 46 kilos de este tipo de pan tendría un costo de alrededor de 5 pesos, pues no se conoce el costo del transporte; las piezas se destinarían para el viaje que emprendería Jacinto de Rivera para las Filipinas además de abastecer a la infantería(AGMP, 20/Feb/1654, Vol.23, 370v-371f). Apenas un año después, pareciera que el precio del quintal habría aumentado sustancialmente, a 7.50 pesos. En esta ocasión se embarcaron 900 quintales y 50 pipas vacías en febrero, todo lo cual sumó 6 805 pesos 4 tomines; en este caso tampoco se hizo la disminución del valor de los toneles(AGMP, 18/Sep/1655, Vol.24, 81f-82f). El incremento en el precio del pan pudo haber obedecido a la secuela de la gran sequía que se registró en todo el centro de México en 1653(Espinosa 1987, 99).
El abasto para el galeón se llevaba a cabo anualmente durante los meses de enero a marzo, de manera general. En promedio, Puebla enviaba 500 quintales de bizcocho para abastecer a la nao en su travesía(AGMP, 17/Mar/1677, Vol.29, 65f-68f; 17/Feb/1685, Vol.31, 156v-157f). Yovana Celaya(2010, 135) computó más de un millar de quintales en el bienio 1689-1690. En años postreros de la centuria, para recibir al galeón, como de costumbre en los meses de diciembre o enero, se requerían alrededor de 180 quintales de bizcocho(AGMP, 09/Dic/1681, Vol.30, f. 228v-229f; 31/Dic/1682, Vol.30, 336f-v; 21/Ene/1684, Vol.31, 20f). También podía suceder que se duplicara el pedido, como aconteció con la llegada de la nao capitana Santa Rosa, por lo que el virrey emitió una terminante consigna: “[⋯] que el alcalde mayor no se entrometa en el reconocimiento del bizcocho, mismo que deberá ser costeado de las reales alcabalas que administra la ciudad o de los tributos que recauda.”(AGMP, 04/Feb/1684, Vol.31, 28 f). La documentación atestigua de la intervención directa que los virreyes solían asumir a través de mandatos para que la ciudad de Puebla cumpliera conforme a sus pareceres en cuanto al abasto de los galeones. El virrey y arzobispo de México fray Payo Enríquez de Rivera, como ejemplo, emitió un mandamiento dirigido a los provisores del bizcocho de las armadas, flotas y presidios a quienes les ordenó remitir 500 quintales (23 toneladas) de ese pan a “[⋯] Acapulco para el torna viaje de la nao San Telmo que ha de llevar el socorro a las islas Filipinas y por lo mismo manda a cualquiera de los alcaldes ordinarios de la ciudad de los Ángeles así lo intimen a los dichos asentistas y proveedores del bizcocho, y al cabildo y regimiento para que de los efectos de las reales alcabalas se les paguen anticipadamente los dos tercios de lo que importaren los dichos quintales.”(AGMP, 22/Feb/1678, Vol.29, 228v-229v). El tercio restante se liquidaría cuando los contratistas entregaran la certificación de que habían suministrado el producto completo(AGMP, 04/Feb/1684, Vol.31, 28f). Fue de esta manera que se realizó el pago para el socorro de “la nao”, conformada en realidad por dos naves, regularmente, la capitana y la almiranta, que arribarían al puerto a principios de 1684. El virrey conde de Paredes y marqués de la Laguna ordenó para este efecto a los alcaldes ordinarios, apenas con un mes de antelación, que apremiaran a los obligados del bizcocho para la entrega de mil quintales de ese producto, los cuales debían entregarse en Acapulco el 8 de marzo de aquel año(AGMP, 28/Feb/1684, Vol.31, 32f).
Las provisiones destinadas al recibimiento de los galeones debían llegar al puerto de Acapulco a finales de año, pues había que alimentar a la tripulación que arribaba, así como durante su permanencia en tierra; pero ahí no concluía el abasto pues se tenían que embarcar provisiones para la partida de la nao. En consecuencia, la Angelópolis contribuía sustancialmente con bastimentos tanto para la llegada como para la partida de las embarcaciones. Igualmente, la ciudad llegó a abastecer al navío de azogues que se despachaba como socorro a las Filipinas(AGMP, 10/Feb/1694, Vol.33, 443f-444v); y en ocasiones, también hizo remesas directas a las arcas de España, como consta en un ordenamiento superior de situar en Veracruz 12 045 pesos para su ulterior envío.(AGMP, 18/Sep/1655, Vol.24, 81f-82f).
En reiteradas ocasiones, las arcas municipales no contaban con los recursos suficientes para hacer frente a los gastos requeridos y el cabildo se apoyaba en los préstamos que acordaba con los conventos y con fondos de capellanías, así como con vecinos pudientes. Como solía suceder, en octubre de 1653, el municipio acordó que el capitán Carmona Tamariz, depositario general y el cabildante Diego Machorro, se encargaran de reunir la cantidad de pesos que los vecinos de la ciudad habían ofrecido prestar para cubrir la deuda de la alcabala. Para este efecto, ambos debían acompañarse de los receptores, quienes recibirían el dinero y a su vez la autoridad receptora debía otorgar vales a los prestatarios a cuenta de la alcabala. En esta ocasión, se registraron veinte acreedores, siendo la contribución más significativa la del capitán Diego de Barrio de 2 000 pesos; Juan de Segura, la mitad del anterior, once más 500 pesos, y el resto de 400 a 200 pesos(AGMP, 22/Oct/1653, Vol.23, 349v-353f). En 1688 figuraron en la lista encabezada por Magdalena de Córdoba, seis capitanes, entre ellos, Mateo de la Mella –mayordomo de los Propios– y Miguel de Irazoqui –asentista del pulque–, así como el licenciado Pedro Hurtado y tres benefactores más(AGMP, 15/Jul/1688, Vol.32, 64f-66 v). Además de los préstamos privados, hubo prácticas en las que se recurría a los reales tributos(AGMP, 27/Feb/1680, Vol.30, 39v-41f). El virrey en turno contaba con la facultad de ordenar al alcalde mayor de Puebla que hiciera uso no sólo de las alcabalas y los tributos indígenas, sino que en caso de apremio también echara mano de los impuestos que generaban el pulque, el papel sellado y otros productos(AGMP, 11/Ene/1690, Vol.32, 222v-223f).
Ⅶ. Las compañías de milicias y el socorro militar
La primera referencia documental que contienen los libros de actas del cabildo de Puebla relativa al involucramiento en los asuntos tocantes a las Filipinas se generó en 1597, cuando el gobierno de la ciudad liberó la cantidad de 33 pesos para la compra de una arroba de pólvora que requería el capitán Tremiño con el objeto de realizar una escaramuza en la plaza pública, con el fin de reclutar gente que prestara servicio a su majestad en el archipiélago. Desde diciembre del mismo año, se estipuló que inherente al cargo de alcalde mayor de Puebla, se establecía que el ejercicio de dicho cometido incluía la integración de batallones que socorrerían y defenderían a los puertos y costas de los mares novohispanos, así como al Real Campo de las Filipinas(AGMP, 31/12/1597, Vol.13, 24f).
Las compañías de milicianos se concentraban en la ciudad y sus elementos recibían un estipendio por sus servicios. De acuerdo con el oficial mayor de la Secretaría de la Nueva España Juan Díez de la Calle, en referencia a los oriundos de Puebla, mencionó que “[⋯] la gente que en ella nace se ha estremado en las armas, pues se pide para las Islas Philipinas por ser para mucho [⋯]”(Díez de la Calle 1659, 210v). Los regimientos estaban formados por no más de un centenar de reclutas de los cuales, menos de la mitad se alistaba de manera voluntaria, mientras que el resto eran enganchados por leva; ésta se realizaba de manera forzada en los diversos centros urbanos y rurales(Celaya 2010, 116).
La formación de batallones novohispanos y su sostenimiento a costa de los ingresos de las ciudades, llevó a las autoridades locales a reclamar el derecho a nombrar a los capitanes de milicias desde muy temprano, como se ha visto en el caso del edil Cerón Zapata. Para un batallón ordinario, sin que fuese la regla, el cabildo llegaba a designar a tres regidores como capitanes, además de un sargento mayor. La formación de las compañías resultaba muy costosa para la ciudad, ya que pocos se interesaban en servir del otro lado del océano y los capitulares solicitaron que aquella práctica se suspendiera porque, en una ocasión, al pasar revista durante tres días consecutivos frente al cabildo, en el tercer día se presentaban los mismos sesenta reclutas de los días anteriores sin incrementar su número y había que correr con sus gastos(Celaya 2010, 116-117).
La ciudad no sólo corría con los costos de reclutamiento y remisión a cargo de sus cabildantes, también proporcionaba recursos para los tercios que iban de paso o bien oficiales designados por los virreyes. Entre múltiples ordenamientos, en febrero de 1666, el marqués de Mancera mandó al alcalde mayor que diera todo tipo de auxilio a Luis de Soto Balderrama, a quien había nombrado por capitán de infantería de una compañía que había de levantar en la ciudad para socorro de las Islas Felipinas(AGMP, 12/Mar/1666, Vol.26, 241f-242v). En 1674, igualmente en el mes de febrero, ya que la nao solía levantar anclas a fines de la Cuaresma, Fray Payo Enríquez de Rivera ordenó al justicia mayor de Puebla que arbolara bandera en la ciudad al paso del capitán Gonzalo de Vargas Portocarrero quien iría al mando de una compañía de infantes, artilleros y gente de mar; asimismo debía proporcionarles abrigo y asistencia, cuyo costo provendría, comprensiblemente, de las reales alcabalas de cabezón subarrendadadas a la ciudad(AGMP, 27/Feb/1674, Vol.28, 232f-235f). Tres años después, el mismo arzobispo virrey ordenó que de la misma hacienda se hiciera el pago a los soldados artilleros y gente de mar que venían de las Filipinas y que permanecerían en Acapulco mientras se iniciaba el tornaviaje(AGMP, 14/Mar/1675, Vol.28, 345f-347v).
Hacia mediados del siglo XVII, en obediencia a dos mandamientos del virrey duque de Albuquerque, se publicó un bando para que todas aquellas personas que quisieran alistarse en la infantería para el auxilio del archipiélago recibirían un salario de 115 pesos de oro común al año, y que serían remunerados con la misma fuente fiscal(AGMP, 17/Mar/1659, Vol.24, 464f-465 f).
Por bandos de sucesivos gobernadores y capitanes generales de la Nueva España, los emolumentos para el movimiento de milicias no variaron. Los recursos para cubrir los salarios de los soldados, artilleros, y el socorro de la gente de mar se enviaban a la Real Hacienda(AGMP, 14/Mar/1675, Vol.28, 345f-347v). Con la obligada presencia del capitán de la infantería o uno de sus oficiales, a los soldados que se alistaban se les pagaría de la manera siguiente: 20 pesos de oro común “en tabla y mano propia”, más un real y medio para su sustento diario, ya que los sueldos de los oficiales estaban asentados en la Real Caja de la Corte. En caso de que hubiera un remanente de caudales que no rebasara 50 pesos se autorizaba el reparto entre los soldados(AGMP, 12/Mar/1666, Vol.26, 241f-242v; 24/Ene/1671, Vol.27, 459v–461f; 03/Feb/1681, Vol.30, 122 v-124f). A cada artillero se le entregarían 100 pesos el día que se alistara y la misma cantidad recibiría de manos de los oficiales reales del ramo de alcabalas en Acapulco. A los marinos se les pagarían 75 pesos al matricularse y un monto igual llegados al puerto. El grumete recibiría dos pagos de 50 pesos, en las mismas condiciones que los anteriores. Había que informar a los oficiales reales de Acapulco acerca de los adelantos de salario que se habían entregado en Puebla, con el fin de que se hiciera el descuento correspondiente, una vez que los hombres que se habían enrolado llegaran al puerto. El alcalde mayor de la jurisdicción debía presentar un recibo de los gastos realizados, pero en esa ocasión comunicó que sólo contaba con 1 200 pesos de reales tributos, por lo tanto, recurriría al cabildo para que proveyera el dinero necesario que requería la infantería a cuenta de las reales alcabalas(AGMP, 03/Feb/1681, Vol.30, 122v-124f).
En 1655, se destinaron 43 822 pesos para el acostumbrado envío de bizcochos, harina y pipas, con un incremento para la carga de armas, arcabuces y pertrechos de guerra en Veracruz y el Caribe; en el gasto también se incluyeron las operaciones de enrolamiento de soldados que serían embarcados hacia las Filipinas, La Habana y Santo Domingo, en prevención de un ataque de la armada inglesa(AGMP, 18/Sep/1655, Vol.24, 81f-82f). El enemigo británico fue un azote constante, por lo que la plaza de Puebla funcionó como asiento de compañías de caballería e infantes de milicia de batallón para acudir de manera pronta a la defensa de puertos y costas de ambos océanos.
Ⅷ. Conclusiones
La ciudad de Puebla participó en el desarrollo y consolidación de la economía novohispana a nivel interno y externo gracias a sus actividades productivas y al comercio. Por otro lado, fue una pieza del engranaje fiscal y logístico que sostuvo a Veracruz y Acapulco como las puertas del comercio transoceánico del imperio español. Su ubicación estratégica, y la red de caminos que conectaban a Puebla con ambos puertos, la convirtió en un punto crucial tanto para el comercio transoceánico como para la movilización de recursos militares y bastimentos.
La Corona dependía de las Cajas Reales de la Nueva España para subsidiar al gobierno de las Filipinas, dada la escasez de su hacienda, así como para fortalecer su defensa a través del sistema de transferencia de fondos denominado situado; éste era distribuido por el virrey siguiendo las políticas regias y de manera enérgica exigía al gobierno de la ciudad el empleo de la recaudación que había obtenido a través del asiento de la Real Alcabala del Cabezón y Viento conforme a sus designios.
Obedeciendo a los mandatos, el cabildo de Puebla destacó por su capacidad de organizar y abastecer milicias, contribuyendo no sólo con soldados sino también con bizcochos, matalotaje y pertrechos diversos; igualmente, cubrió viáticos de las milicias que iban de paso, tanto como de las fuerzas estantes en Acapulco a la ida o vuelta del Galeón de Manila.
En suma, la ciudad estuvo involucrada de manera decisiva en el engranaje económico y militar de la monarquía española en el marco de la temprana mundialización.
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