La Cristiada:
Homo Sacer, Nacionalismo y Violencia Institucional en Torno a la Guerra Santa en México
Homo Sacer, Nationalism and Institutionalized Violence in the Mexican Holy War
Resumen
En este trabajo se hacen algunas reflexiones acerca del conflicto cristero en relación con dos líneas de análisis: por un lado, a la luz del concepto de violencia fundadora y conservadora de derecho, que desarrolló Walter Benjamin en torno al monopolio del uso de la fuerza en los estados modernos, se revisa de qué manera el nuevo Estado revolucionario aplicará un estado de excepción que tiene como objetivo imponer su hegemonía sobre la Iglesia y de paso zanjar de una vez por todas la cuestión de cuál será la institución que ostente la “paternidad” en el México posrevolucionario. En segundo lugar, dicho estado de excepción nos lleva a analizar el concepto desarrollado por Giorgio Agamben del homo sacer en relación con los combatientes cristeros, quienes en el vacío espiritual que provocó el cese del culto por parte de la Iglesia optan por el sacrificio en el campo de batalla de la guerra santa.
Abstract
In this paper we make some reflections on the Cristero conflict from two lines of analysis: first, following the concept of ‘law-positing’ that Walter Benjamin uses to critique the modern State monopoly on violence, we review how the new revolutionary state implement a state of emergency which aims to impose its hegemony over the Church and to settle once and for all the question of what institution will hold the “paternal rights” on the people in post-revolutionary Mexico. In the second line of analysis the state of emergency leads us to analyze the concept developed by Giorgio Agamben homo sacer in relation to the Cristero fighters who, in the spiritual vacuum that caused the cessation of public worship by the Church, choose to self-sacrifice in the battlefield of their Holy War.
Keywords:
Cristeros, Mexican Revolution, Homo Sacer, Divine Violence, Mexican ChurchCristeros, Revolución Mexicana, Homo Sacer, Violencia Divina, Iglesia Mexicana
Toda violencia es, como medio, poder que funda o
conserva el derecho. Si no aspira a ninguno de estos
dos atributos, renuncia por sí misma a toda validez.
Pero de ello se desprende que toda violencia como
medio, incluso en el caso más favorable se halla
sometida a la problematicidad del derecho en general.
Walter Benjamin
Ⅰ. Introducción
El agudizamiento de la crisis entre las relaciones de la Iglesia y el nuevo Estado mexicano surgido de la revolución de 1910 culmina con la llamada rebelión cristera. La Iglesia mexicana ―luego de que Calles decide llevar a cabo de hecho lo que ya era una realidad en derecho: la separación legal entre Iglesia y Estado― no viendo otro camino para defender sus prerrogativas políticas, económicas y sociales opta por una ofensiva abierta en contra del gobierno revolucionario.1 La estrategia de detener el culto en todo el país en julio de 1926 hasta que el Estado diera marcha atrás con las disposiciones que limitaban su labor e injerencia en la vida nacional, era en realidad un desafío frontal de la cúpula eclesiástica sin precedentes; un desaforado intento por revertir el proceso de hegemonía política que estaba llevando a cabo la facción de revolucionarios en el poder —encabezada por el presidente Calles— que era programáticamente anticlerical. Los generales norteños, además del desapego e incluso desprecio por la monolítica tradición católica del centro y sur del país, abogaban por una posible instauración religiosa protestante, otros, por una Iglesia mexicana cismática,2 y los más radicales —masones comprometidos— por el total desmantelamiento del catolicismo en México. Anclado en un pasado delimitado geográfica y culturalmente, el anticlericalismo mexicano, en el “momento paroxístico revolucionario exaspera y simplifica un viejo odio brutal”.3 Herederos del liberalismo reformista del siglo XIX, la gente del norte
[V]e con simpatía el éxito norteamericano y el protestantismo que debe explicarlo. Si bien los anticlericales suelen ser protestantes y repiten por su cuenta toda la propaganda anglosajona contra el pasado colonial y católico de México, son con frecuencia, bajo la misma influencia norteamericana, masones. (Meyer 1973 II: 193)
Aunque ciertamente esta era la herencia político-religiosa asumida de los caudillos del norte, sería erróneo pensar que la mayoría de la población norteña compartiera el desarraigo católico o que unánimemente aceptara el protestantismo —mucho menos que formaran parte de una elitista y hermética sociedad masona—; en todo caso se trató de una sociedad que supo manejar la tensión que estaba desatando la confrontación entre las dos cúpulas, e instrumentó una tregua no escrita que ahuyentó en buena medida el fantasma de la persecución religiosa y la consecuente rebelión.4
Sin pretender síntesis deterministas, es innegable que la rebelión armada en general —y no precisamente el conflicto institucional, donde están en juego profundas diferencias ideológicas— se nutre de una herencia cultural religiosa enraizada en el espíritu del mexicano. El catolicismo como religión “nacional” es una constante a través de diferentes regímenes políticos desde la Colonia. “En un país como México la religión pertenece a la cultura de un pueblo y la modela; para mucha gente es una garantía de sobrevivencia mental, de dignidad, de esperanza contra todo. Puede ser elemento de identidad tanto étnica como nacional y una forma de patriotismo” (Meyer 2002, 13-14). Se trata aquí de un nacionalismo sin programa político, y por lo mismo en contra de cualquier programa político que intente privar a la gente de un asidero espiritual que finalmente proporciona elementos identitarios. Eso que los hace parte de esa comunidad imaginada5 que es el México independiente, por la que lucharon con el estandarte de la virgen de Guadalupe y la bandera tricolor en la mano.
Los cristeros nunca pensaron en tomar el poder y ser el Estado. Mediocremente instruidos en la historia de México como en la de la Iglesia, es decir, en los acontecimientos pasados, inventan por eso con libertad el presente y se permiten el lujo de cometer imprudencias.
A su manera eran nacionalistas y patriotas y manifestaban su fe en México y en la Cristiandad. Eso fue todo el misterio. (Meyer 2002, 23-24)
Un misterio por demás complejo en el que esa mezcla de patriotismo, religiosidad y violencia, que no sólo permeó las zonas rurales —ciertamente las principales protagonistas del conflicto armado—, sino que tuvo cabida en el corazón de miles de mexicanos sin distinción de género, edad o posición social, en la ciudad y el campo.6
En este trabajo se hacen algunas reflexiones acerca del conflicto cristero en relación con dos líneas de análisis: por un lado, a la luz del concepto de violencia fundadora y conservadora de derecho que desarrolló Walter Benjamin en torno al monopolio del uso de la fuerza en los estados modernos, se revisa de qué manera el nuevo Estado revolucionario aplicará un estado de excepción que tiene como objetivo imponer su hegemonía sobre la Iglesia y de paso zanjar de una vez por todas la cuestión de cuál será la institución que ostente la “paternidad” en el México posrevolucionario. En segundo lugar, dicho estado de excepción nos lleva a analizar el concepto desarrollado por Giorgio Agamben del homo sacer (o la circunstancia de nuda vida como también la llama el autor) en relación con los combatientes cristeros, quienes en el vacío espiritual que provocó el cese del culto por parte de la Iglesia optan por el sacrificio en el campo de batalla de la guerra santa. No obstante, frente a los arreglos entre la Iglesia y el Estado que pusieron fin a la rebelión oficialmente, algunos cristeros que no aceptaron el llamado modus vivendi pactado, extreman su condición de homo sacer al estar ahora incluso alejados de la reivindicación que la religión católica les prometía durante el conflicto. El corolario de este conflicto que marca el final definitivo de la etapa armada que precedió al nuevo orden nacional fue que el Estado revolucionario impuso su hegemonía, no sólo ante la Iglesia —que le disputaba la posición de fundadora identitaria del mexicano poscolonial con los mitos de la virgen de Guadalupe y el cura Hidalgo—, sino que logró además instituir el nuevo y poderoso mito de la Revolución como base de la construcción nacional del siglo XX en México.
Pero cabe preguntarse: ¿Qué realmente orilló a los exacerbados católicos mexicanos a pasar de la resistencia civil —más o menos violenta en ocasiones—a embarcarse en una guerra santa contra el Estado revolucionario? Si dudamos de la explicación facilista —por otra parte ideológicamente retorcida y denigratoria en relación con los rebeldes “de a pie”—que pinta un escenario de corrupción eclesiástica aliada de una trasnochada clase terrateniente que empuja a una masa alienada de campesinos ignorantes y fanáticos a tomar el camino de las armas y el martirio en un intento por recuperar los privilegios del ancien régime (porfirismo), habría que tomar en cuenta, además de la larga pugna entre Iglesia y Estado con todas sus encrucijadas políticas e ideológicas, que la estrategia eclesiástica de detener el culto en todo el país —aunada a la intransigencia del gobierno de Calles que seguía clausurando templos, conventos y colegios confesionales—provocó la angustia del pueblo mexicano que de pronto se ve desvalido espiritualmente, sumido en una atmósfera casi apocalíptica desde su visión cultural-religiosa del mundo.7
Ⅱ. Sobre el concepto del homo sacer y el estado de excepción
El pensamiento de Giorgio Agamben indudablemente tiene como precedente (incluso como base, cuando menos en referencia a su libro Homo Sacer) el pensamiento de Walter Benjamin, especialmente las ideas vertidas en el ensayo “Para una crítica de la violencia”. En dicho texto, las nociones de violencia y soberanía están explícitamente ligadas al ejercicio del poder por parte del Estado moderno (el Soberano actual), en tanto poder discrecional con facultades impositivas sobre los ciudadanos, y más aún, en relación con la posibilidad de ejercer “la fuerza de la ley” sobre los cuerpos de aquellos, incluso —aparentemente— violando las reglas que la ley misma impone como “norma”, en tanto la ley misma se vea amenazada por el ejercicio de una violencia fuera de la ley, en otras palabras, la violencia que no es ejercida directamente por el Estado (Benjamin 1996, 239). El estado de excepción es por lo tanto el punto de confluencia de estas características que conllevan a la paradoja —como constantemente expone Agamben— de la posibilidad de estar dentro y fuera de la ley que caracteriza al poder soberano, que ya es en principio, un ejercicio de la violencia, o un ejercicio que “violenta” la ley, dentro de los márgenes que la ley misma prescribe (Agamben 15 y sigs.).
El proceso de constitución de la ley en un nuevo orden y la continuidad de ese orden ya constituido, en el texto de Agamben es analizado desde la puesta en juego de dos conceptos que proporcionan nuevos paradigmas para explicar el funcionamiento del estado de excepción: la potencialidad y la actualidad del poder —conceptos que retoma Agamben de Aristóteles. Como hemos dicho, Agamben tiene claro la problemática dialéctica del proceso de constituir y preservar la ley —que sería la paradoja de los movimientos revolucionarios victoriosos en última instancia—, sin embargo, lo importante en su análisis es poner al descubierto como en el ejercicio del poder soberano estas categorías entran en juego como una forma de inclusión en la exclusión del estado de excepción. Es decir, el Estado, la ley, no tiene que actuar para que las consecuencias jurídicas de la prohibición sean actuales, es la potencialidad de la prohibición (exclusión), y mejor dicho, del castigo (inclusión) lo que subsume a los sujetos bajo el poder soberano. En otras palabras, no es necesario —aunque tanto Benjamin como Agamben advierten que cada vez es más frecuente— que se decrete el estado de excepción donde los derechos individuales que consagran la vida pura serían abolidos, sino que la potencialidad que tiene el soberano de decretar ese estado de excepción a su arbitrio es lo que hace que sea permanente, actual, y por ende, que la vida pura esté en todo momento sujeta a la politización estatal. La excepción es entonces la regla, y crea un espacio (de ejercicio de la violencia) donde el poder soberano no responde a la dialéctica del proceso de constituir y preservar la ley a partir de la violencia, sino que la violencia soberana preserva la ley al suspenderla, y al mismo tiempo, la constituye al mantenerse fuera de ella misma.
De alguna manera podemos decir que mientras Benjamin se ocupa del proceso de instauración y preservación del nuevo orden a partir de la violencia, Agamben por su lado se aleja casi totalmente de la esfera de la instauración del nuevo orden, y analiza la articulación de la compleja maquinaria del orden jurídico del poder soberano ya constituido. Esta maquinaria jurídica, como ampliamente lo demuestra Agamben, tiene un horizonte más lejano y curiosamente llega a su punto culminante con la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, momento histórico que si bien eleva la condición de vida pura a un status constitucional, al mismo tiempo le sirve al Estado soberano para incluir en el ámbito de la política estatal lo que hasta cierto punto estaba consagrado al espacio doméstico fuera de la polis. Aún más, esta inclusión dentro del ámbito constitucional —la ley y sus prohibiciones universales dentro del estado—, es una forma de exclusión en la que nadie, bajo ninguna circunstancia, puede ya escapar de la “culpa” inherente a cualquier prohibición (Agamben, 16). De ahí que a partir de una exclusión (la prohibición legal) incluye a todos los sujetos —ciudadanos en todo momento— y los transforma o articula en objetos posibles de ser condenados y castigados en el estado de excepción que el soberano puede decretar gracias al arbitrio que, constitucionalmente también, le es conferido. La violencia, por otro lado, subyace a las dos circunstancias.
Ⅲ. Del vacío espiritual al sacrificio
La victoria de la Revolución —victoria de una fracción de los revolucionarios —impuso un nuevo orden nacional. La promulgación de la Constitución de 1917 sella esa victoria y cierra, cuando menos legalmente, el proceso violento de instauración de la ley, la nueva ley, que rige al país desde entonces. La lucha armada iniciada en 1910 es el punto de instauración violenta, y después de 1917, se inicia el de la preservación violenta del nuevo orden. Quiero decir, por un lado, a la etapa histórica de la cristiada corresponde el momento de superación del proceso de instauración de la ley y el paso a la preservación violenta de la misma incluso a través del estado de excepción. De hecho, podríamos decir que lo que logran los rebeldes es poner a prueba esa estructura y demostrar su terrible eficacia en relación con los cuerpos politizados expuestos en toda la crudeza de su condición sacra —en los términos que Agamben expone. Por otra parte, las características tan peculiares del conflicto: el fanatismo religioso, la exacerbación desde el púlpito, la movilización de masas populares, un ejército “divino” frente a la ley del hombre, el martirio asumido, la violencia indiscriminada por ambos bandos, la ausencia real de conexión entre la cúpula eclesiástica con su particular agenda política y los fines últimos de la base rebelde, entre muchas otras circunstancias, nos hacen retomar el concepto —ambiguo si se quiere— de la violencia divina que propone Benjamin.8 ¿Qué es sino violencia divina, en esos términos, el motor de una masa popular que lo único que anhela es adorar a Cristo sin restricciones “legales” por el bien de su salud espiritual?—derecho que, por otra parte, nunca fue amenazado realmente por la ley, sino en todo caso delimitado jurídicamente.9 ¿Qué es sino un mesianismo “alucinado” lo que mueve a los cristeros, de nuevo, más allá de la Iglesia y su dogma, para intentar abolir el poder soberano, sin que hubiera, cuando menos de parte de la masa guerrillera, el objetivo de imponer un nuevo orden? Es decir, el intento fascinado de los rebeldes por alcanzar un absoluto que de alguna manera está contenido en esa consigna repetida con devoción suicida: “¡Viva Cristo Rey!”
En este sentido, son reveladores los testimonios de la época que rememoran el día en que habría de suspenderse el culto, el 31 de julio de 1926:
‘El pueblo estaba de luto, se acabó la alegría, ya no había bienestar ni tranquilidad, el corazón se sentía oprimido y, para completar todo esto, prohibió el gobierno la reunión en la calle como suele suceder que se para una persona con otra, pues esto era delito grave.’
‘Ese día iba a haber misa solemne a las 12 de la noche, y desde que terminó el ejercicio vespertino la nave del templo era materialmente insuficiente para dar cabida a la inmensa multitud de fieles […] Nadie queríamos ver llegado aquel momento tan doloroso, pero Dios iba permitiendo que así fuera. A las 11:30, las campanas, no con alegre repique, sino con lúgubre acento, llaman a misa […] Finalmente el Padre, despojado de sus ornamentos, se arrodilló al pie del altar, con sus ojos fijos en la imagen del Señor de las Misericordias, en silencio se despidió de Él y salió confundido entre los fieles: Cristo y su Ministro se habían ido.’10
Para los revolucionarios estas muestras de devoción desesperada no eran más que taras de un fanatismo religioso imbuido en el pueblo por la Iglesia. Hubo en el principio un menosprecio programático por aquel sujeto integrado al sistema cultural impuesto por la religión, quien para defender esa integración y la identidad que obtiene de ella estaba dispuesto a movilizarse en un Armagedón sólo posible gracias a un largo proceso de conquista espiritual. Sin embargo, el Estado anticlerical aún estaba por atestiguar en carne propia lo que el cristianismo podía llevar a cabo en un país como México. El sentimiento de dolor iría dando paso a una convicción sacrificial llena de rabia:
‘Pero aquel día ya no había alegría, ya no había tranquilidad, el sentir era algo extraño, todos los ánimos exaltados, exclamaciones de dolor. ¡Válgame Dios! ¿Qué nos irá a suceder? Seguro el fin del mundo, decían otros, y otros terceros no saben qué es, son nuestros pecados, a lo cual todos afirmativamente decían: eso es y nada más, y se veían por todas las calles como enjambre cuando presiente la lluvia. Pues mucho asombro causaba ver a tal o cual persona que vivía retirada de los sacramentos acercarse al confesor para recibir el perdón de sus pecados, otros que vivían en amasiato pidiendo que se les uniera en matrimonio como Dios manda, cantidad de bautismos […] Acababa de retirarse el padre de sus hijos, éramos huérfanos… quedó aquel santo lugar hecho un mar de lágrimas, en medio de tinieblas salía la gente… repercutiendo en las bóvedas todos loa ayes de dolor que salían de todas las bocas… al salir en medio de tanta confusión tenían miedo porque gente como dondequiera hay extremosa gritaba ‘el diablo, el diablo…’11
La orfandad que experimentaron los creyentes al verse privados de la posibilidad de salvación divina ―gracias a la estructura dogmática del catolicismo que ordena la intervención de ministros para otorgar los sacramentos, base de la salud espiritual cristiana-católica―, para la Iglesia fue singularmente “eficaz” para promover un sentimiento antigobiernista en la población católica mexicana. El gobierno, por su parte, con la proscripción de derechos civiles como el de la reunión pública, prefiguraba el estado de excepción con el que defendería su derecho constitucional a imponer la ley recién instaurada por la Revolución.
Otros testimonios igualmente anticipan la violencia que estaba a punto de desatar la pugna entre dos instituciones que se estaban disputando la paternidad de la nación.12 En Guadalajara, ese mismo día sucedía lo siguiente:
Que íbamos saliendo de rezar nuestra misa […] y pasando por ahí el inspector se rió de nosotros y dijo: ‘Ora viejas mitoteras, nada más les gusta andar haciendo grandes los chismes’. Y para que le alargo el cuento […] En un decir Jesús, lo rodeamos y, con la ayuda de algunos muchachos que se le echaron encima y le quitaron la pistola, lo tiramos boca arriba a media calle. ¡Ay pastorcita! Lo hubiera visto lo rabioso que se puso […] Luego le dijimos que gritara ¡Viva Cristo Rey! Y por nada quería, antes se le desataba su boca de infierno diciendo grosería y media. Él se lo buscó. Luego fue el comenzar a golpearlo y, oyendo alguna de nosotras que decía blasfemias cuando le dijimos si quería un padre, porque se iba a morir repentinamente, pos agarramos entre varias una piedra muy grande y se la dejamos caer en la cabeza. A eso que el pobrecillo estaba echando el alma, llegaron los bomberos […] echaban agua por donde quiera y el pobre difunto bañado, bañado estaba ahí en media calle, con la cabeza aplastada. (Navarrete, 106-107)13
Si se quiere, incluso se puede leer el desarrollo de un terrible guion melodramático en el fondo del conflicto. Una lucha de símbolos y mitos fundadores. La nación, madre de todos los mexicanos, era disputada como legítima “esposa” por las dos instituciones más paternalistas de México — machismo incluido. Los hijos de la nación mexicana, de pronto, quedaban ante la disyuntiva de perder la paternidad espiritual de la Iglesia, su relación filial con Cristo, o de optar por el parricidio de ese padre putativo—rol asumido por los revolucionarios triunfantes— que buscaba ejecutar los derechos de patria potestad orquestados en el congreso constitucionalista de 1917.14
Sobre todo, el gobierno revolucionario buscaba desembarazarse del “perverso” amancebamiento entre Iglesia y Estado, lo que veían como un legado despreciable del antiguo régimen porfirista, y peor aún, como una traición luego de la alianza de la Iglesia con el usurpador Huerta. Para la mayoría católica, la lucha frontal entre las instituciones provocaba angustia ante la orfandad espiritual y al mismo tiempo fermentaba un profundo estado de frustración y rabia. La suspensión del culto público por parte de la Iglesia y la prohibición estatal de cualquier oficio religioso privado, llevó la situación al desencadenamiento de una revuelta armada que en poco tiempo se convirtió en un escenario fuera de control para la Iglesia y el Estado que no estaban dispuestos a negociar en esta primera etapa. Luego de que ambas partes toman conciencia de que lo que menos necesita el país es una nueva revolución, a pocos años de haber conseguido una paz nacional frágil después de la guerra civil de 1910, finalmente pactan en 1929 y se desarma a los cristeros.
Ⅳ. El pacto institucional y la instauración del marco de contención
El llamado modus vivendi15 establecido después de los arreglos de 1929 pone de manifiesto lo que había estado en juego durante el conflicto armado: el Estado estaba decidido a mantener la ley constitucional que lo legitimaba y a monopolizar el uso de la violencia. El discurso detrás de esta instauración sería el de la Revolución de 1910: esa violencia mítica fundadora y legitimadora —al mismo tiempo sangrienta— de la que hablaba Benjamin al final de su ensayo (249). La Iglesia, por su parte, intentó influir en la configuración de la ley, en su modificación y adecuación según sus intereses institucionales. El uso de la violencia no era su primera opción en esta lucha, pero sí representaba una demostración de poder y ciertamente un desafío al monopolio del Estado en relación con la ley y el uso de la fuerza. Me he referido a esta lucha como el intento de ambas instituciones por hacerse con la paternidad de la nación. El sentido último de esta paternidad sería la del control a partir de un dogma institucional trascendente —laico o religioso— que sirviera de marco de contención a la vida institucionalizada de los mexicanos.16 Los arreglos de 1929, y el consiguiente modus vivendi, fueron el sello triple de esa etapa. Por un lado confirmaba la hegemonía del Estado —frágil quizá en ese momento, pero circunstancia de la que aprendería lo suficiente como para consolidar su dominio en las siguientes décadas—; confirmaba además que la cúpula eclesiástica estaba igualmente deseosa de mantener el marco de contención sobre la sociedad, incluso quedando en segundo plano dentro del juego del poder en México; por último, instaló definitivamente el dogma revolucionario oficialmente, y católico extraoficialmente.
Aquellos fuera del dogma, religioso o laico, quedarían expuestos a la inclusión forzada dentro del mismo, sólo que a partir de su exclusión. La prohibición a ejercer cualquier tipo de violencia en contra del pacto —la ley constitucional— dejaba a los cristeros en su condición de homo sacer a merced de un recurso último de contención: el estado de excepción. En este sentido, se trata de este derecho recién institucionalizado el que intenta mantener el Estado —violentamente— y que lo lleva a asumir como una amenaza a ese derecho mismo la violencia que instrumentó la Iglesia desde el púlpito exacerbando el ánimo de los fieles al credo cristiano en México. Sin embargo, más allá de la relación conflictiva de las instituciones habría que puntualizar —siguiendo el pensamiento de Benjamin— que éstas tienen una misma estructura de contención en relación con la sociedad, y por ende, que produce en el sujeto una culpa inherente a su condición de creyente o ciudadano.
Como he mencionado, en la encrucijada del conflicto entre la Iglesia y el Estado, el mexicano quedaba ante una disyuntiva que provocaba ansiedad y angustia. Por un lado, negar a la Iglesia significaba cargar con la pesada culpa del pecado original sin recurso a redención alguna, por el otro, la culpa de la ilegalidad los condenaba a la persecución y al castigo jurídico. En este estado de vida pura, los cristeros estaban a merced de la violencia institucional y su salida, en el clímax de la rebelión, al parecer los llevó a la decisión extrema del sacrificio y el martirio mesiánico como única forma de agencia ante la contención del derecho constitucional. En medio del brutal estado de excepción, los rebeldes lograron articular un discurso propio —signado por una gramática de sangre y muerte, de sacrificio y redención— en el que los fines justificaban los medios de una “violencia divina” que en última instancia no buscaba imponer un nuevo derecho, sino simplemente, librarse de la culpa que les era asignada. De alguna manera, esta estrategia anulaba la contención religiosa inscrita en el “No matarás” de los mandamientos, y, por otra parte, ya que sus fines estaban más allá de cualquier institución terrenal, negaba igualmente la validez del derecho estatal. La naturaleza de los fines que perseguían —totalmente “justos” desde su punto de vista— no quiere decir que la violencia que ejercieran fuera menos brutal; mucho menos evitó que la violencia del Estado que los aplastó finalmente reconociera en ellos nada más que la vida pura que había intentado salirse del marco de contención nacional pactado por los revolucionarios vencedores, marco de contención al que la Iglesia terminó inscribiéndose en 1929, muy a su pesar.17
Ⅴ. Conclusiones
Pretender explicar la motivación última del “sacrifico” de los rebeldes cristeros implicaría un reduccionismo absurdo. Las implicaciones ontológicas, metafísicas y políticas, no bien se comenzara este objetivo, acabarían por complicarse con múltiples variantes de tipo regional, social y cultural que desquiciarían cualquier hipótesis y la convertirían en una falacia determinista más bien simple e impertinente. No es raro entonces encontrar que los acercamientos serios a esta cuestión han optado por un análisis descriptivohistórico del desarrollo del conflicto armado.
Por otra parte, creo que no es descabellado pensar que si bien nominalmente el atributo de guerra santa se le adjudica a la facción combatiente católica, es interesante plantear la respuesta del gobierno como una forma laica de “cruzada” institucional. A la larga tradición cristiana en México se le une en el siglo XX un no menos omnipotente mito ideológico: la Revolución. Así, el país complementa culturalmente su identidad sacrificial con la figura de otro altar propiciatorio, el de la guerra de 1910. Si Cristo había ofrecido su cuerpo en sacrificio hacía dos mil años, la clase política que promulgó la “sagrada” Constitución de 1917, no dejaría de presentar a los revolucionarios muertos como mártires nacionales sacrificados, a su vez, por salvar a la nación y a su pueblo. Si bien estos dos milenarismos podrían haber convivido pacíficamente en el escenario cultural y político mexicano de principios de siglo XX —como había sucedido durante el periodo de la paz porfiriana— tuvo por razones de lucha de poder el corolario que se ha venido analizando. La guerra santa, entonces, dio paso a la violencia de los radicalismos fanáticos de ambos bandos quienes asumieron que sus fines eran los legítimos. En este sentido, el presidente Calles respondía a las declaraciones de la Iglesia de este modo:
Y si apoyándose en hechos falsos, los […] obispos que firman la pastoral dicen que no pueden tolerar vejaciones a los principios relativos a la constitución de la Iglesia, no vemos por qué pueden extrañarse, en buena lógica, de que nos suceda lo mismo a nosotros al no estar dispuestos a tolerar vejaciones a los principios relativos a la Constitución de la República […] Para ellos no hay sino las sanciones y represiones a que las leyes obligan cuando, abandonando su campo único de acción: el de las conciencias de los católicos, tratan de invadir e invaden esferas de la política y de gobierno y provocan movimientos de desorden, e incitan velada o claramente, a la rebeldía. (en M. González, 57)
Sin embargo, lo que parece ser una simple afirmación jurídica —el apego a la Constitución—, en la hora amarga del enfrentamiento armado se convirtió en una guerra de símbolos que recuerda la terrible cruzada espiritual de los curas evangelistas de principios de la Conquista, en la que el derribamiento de los “ídolos” prehispánicos serviría de base al nuevo edificio religioso de la cristianización forzada.
En este escenario de guerra fundamentalista entre las instituciones no hay que olvidar que en la práctica, la devoción de muchos de los combatientes cristeros estaba siguiendo una tradición que desde hacía más de 400 años les había inculcado ante todo que el primer mandamiento divino es el de “Amarás a Dios por sobre todas las cosas”, incluso cuando en este caso entrara en conflicto con aquél otro pilar del Decálogo, el “No matarás”. Esta continuidad religiosa y espiritual de siglos se simplificaba en el pensamiento de muchos cristeros que veían en el catolicismo la única forma justa de guiar sus vidas dentro del marco nacional.
Para muchos de los rebeldes cristeros sobrevivientes, incluso muchos años después, tomar las armas por supuesto que valía la pena. Es común que estas posturas no cuestionen la doctrina ni las consecuencias de la guerra; se afirma simple y sencillamente que La Cristiada, pues sí fue buena, porque los de la Cristiada eran Católicos.18 Quienes justifican así la Cristiada, siguen expresándose con los mismos argumentos emitidos en 1926. La idea del martirio, del sacrificio, de entregar la vida para defender la religión y la Iglesia como medio eficaz para la salvación, como un privilegio y una prueba de fe, sigue siendo parte de la visión católica mexicana del mundo en el fin del milenio. (Vázquez Parada,185)
La Iglesia católica y su doctrina representaba para los cristeros la validez de un sistema cultural hegemónico en México que soporta muchos de los rasgos de identidad a los que buena parte de la sociedad —hasta nuestros días— sigue acudiendo para sentirse parte de esa comunidad imaginada. Sin embargo, al final de la cristiada, los combatientes que buscaban reivindicar la posición de la Iglesia ante el Estado y reafirmar así la devoción cristiana como cemento de la identidad de la nación mexicana vieron con angustia que la Iglesia aceptaba el nuevo orden y los llamaba al desarme incondicional.
Algunos supervivientes —esos que estaban hechos de la materia espiritual indomable que fascinó a José Revueltas y que representó de manera excepcional en su relato “Dios en la tierra”—, los que no aceptaron el orden ni el resultado de los pactos que pusieron fin a la guerra santa, porque de alguna manera una batalla así no puede terminar con un acuerdo entre el Bien y el Mal, esos, “los últimos cristeros, los compañeros de la imposible fidelidad, quince centenares” que prolongaron el acto sacrificial hasta el fin, “optaron por subir de nuevo a la sierra con la firme intención de morir en ella” (Meyer 1973, I: 383).
A pesar de la aparente derrota, la Iglesia mexicana seguiría teniendo una impresionante capacidad de adaptación y negociación con el Estado y con la sociedad —el modus vivendi renovado y adaptado a los avatares políticos e históricos subsiguientes. En la última década del siglo XX, aprovechando ciertas coyunturas políticas ―las reformas salinistas a la Constitución,19 y el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la República Mexicana― la Iglesia pagaría “estratégicamente” una deuda con la sociedad católica, incorporando 25 nuevos santos mexicanos, todos ellos surgidos de las filas de los incontables mártires del conflicto cristero.
El mito del mártir cristero fue históricamente silenciado durante largos años en el discurso oficial del Estado y de la misma Iglesia, quienes intentaron borrar de la memoria colectiva el sangriento fratricidio que habían provocado. De cualquier manera, la Iglesia tuvo la paciencia política para esperar una situación más propicia, y hace unos pocos años, en el marco del primer gobierno conservador (PAN) después de setenta años de gobierno “revolucionario” (PRI), en una ceremonia sin precedentes, y con el apoyo de Roma, la Iglesia beatifica —además de las 25 canonizaciones papales—, no sólo como mártires, sino también como patriotas, a centenares de mártires cristeros olvidados por la historia; imbricando tácitamente a la Iglesia y sus feligreses en el mito nacionalista surgido de la Revolución.20
Acknowledgments
This work was supported by the National Research Foundation of Korea Grant funded by the Korean Government(NRF-2008-362-A00003)
(Véase también: Meyer 1973 II: 143 y sigs.)
Un grupo de jóvenes historiadores de Chihuahua me abrió cortésmente los ojos al comunicarme el resultado de varias investigaciones. Tuve que hacer mi ‘mea culpa’ y rectificar: la ausencia de Chihuahua y del Norte, en general, no se debe, como lo afirmé a la ligera, al hecho de que no era católico, sino a la existencia de un catolicismo moderno, organizado en asociaciones movilizadas para la lucha cívica, capaz de ‘perforar’ el Congreso y el gobierno local con diputados ‘revolucionarios’ pero católicos de hecho que pudieron pactar con el obispo local la no aplicación de la ley Calles.
Eso explica que Chihuahua, quien tenía preparado un fuerte movimiento armado apoyado por antiguos villistas, no se haya levantado: después del pacto logrado con el gobernador, el obispo prohibió, bajo amenaza de excomunión, la lucha armada. Sonora, Coahuila, San Luis, Nuevo León tuvieron una historia semejante” (2004, 7).
Pero entonces, ¿qué se discutía hasta antes de la reforma constitucional? No un problema religioso, pues el enfoque básicamente era en torno de la restricción o incluso la ausencia de los derechos profanos de la Iglesia. Una serie de reivindicaciones organizaban el sustrato de las presiones, la negociación, la disputa y el debate: el voto para los ministros de culto; el reconocimiento a la personalidad jurídica de la Iglesia como entidad corporativa; la modificación de las normas que en el artículo 130 constitucional eran la acotación de antiguas pugnas” (De la Concha 16-7).
El periodo de la posguerra no había logrado la consolidación de una ‘cultura nacional’, pero presenta cambios fundamentales que apuntan hacia allá. A partir de la configuración vertical de organizaciones, se impulsó el control de los diferentes sectores sociales; de esta manera se constituyó el Partido Nacional Revolucionario (PNR) en 1928, y posteriormente, durante el gobierno de Calles, se fundó la Confederación Regional de Obreros de México y el PNR cambió a Partido de la Revolución Mexicana (PRM) (Valenzuela 1999, 84-5 énfasis mío).
En seguida, como nos quedamos sin armas, sin defensa… ¡si la misma gente que antes nos llamaba amigos nos vio con indiferencia!, ¡no nos estimó ningún sacrificio!, algunos decían: ‘bueno, pues se acabaron los rateros’. Todo eso es humillante” (Vázquez Parada, 179-80). Aún más extremo es el caso de los ex-combatientes que fueron perseguidos extraoficialmente —cazados literalmente— y asesinados por el Estado aún después del armisticio. Principalmente se trató de quienes fueron cabecillas durante la rebelión armada, y a quienes les fue extendido el estado de excepción ya que para el gobierno representaban una amenaza latente que preferían acabar de una vez por todas (Véase Meyer 1973, I, especialmente el apartado “El ‘modus moriendi’”, 344 y sigs.).
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