Animales, zoológicos y burdeles
El trabajo reflexiona sobre el uso del animal en la literatura mexicana reciente, a partir de las contribuciones de Mauricio Montiel Figueiras (Guadalajara, 1968) y Alberto Chimal (Toluca, 1970). En especial, se subraya que el planteamiento de estos escritores tiene que ver con la idea de que, considerando el peso de una tradición (la que inaugura Juan José Arreola, a mediados del siglo pasado), conciben una imagen de lo fáunico relacionada con la crisis de los espacios modernos y las perversiones a las que da lugar. De modo que el objetivo del artículo sea comprender la manera en que en sus libros Los animales invisibles (2009) y La torre y el jardín (2012), respectivamente, plasman una alteración de la animalidad, abonando a esa representación literaria que enfatiza la vulnerabilidad de los seres no humanos y, de igual modo, cuestiona el criterio racional empleado por el hombre tras legitimar su desarrollo y bienestar.
Abstract
This work reflects on the use of the animal in recent Mexican literature, based on the contributions of Mauricio Montiel Figueiras (Guadalajara, 1968) and Alberto Chimal (Toluca, 1970). Especially, it emphasized that the approach of these writers has to do with the idea that, considering the weight of a tradition (the one inaugurated by Juan José Arreola, in the middle of the last century), they conceive a problematic image of fauna related to the crisis of the modern spaces and the perversions to which it gives rise. So that the objective of the present article is understand the way that in their books Los animales invisibles (2009) y La torre y el jardín (2012), respectively, both display an alteration of animality, strengthening that literary representation that emphasizes the vulnerability of non-human beings and, equally, questions the rational criterion used by man after legitimizing his development and well-being.
Keywords:
Animals, Zoo, City, Zoophilia, CrisisAnimales, Zoológico, Ciudad, Zoofilia, Crisis
Ⅰ. INTRODUCCIÓN
A través de los años, la literatura mexicana ha brindado diversas imágenes de los animales que resaltan por su singularidad. Esto es: sensible a los cambios del debate colectivo, ha esgrimido nociones particulares sobre los mismos que agrupan cabalmente los indicadores estéticos de una representación, y además nos hacen pensar en las concepciones existentes en torno a ellos cada vez que se les nombra y/o utiliza para determinado fin. Con lo cual busco afirmar que, independientemente del sentido expresado, o de la rentabilidad brindada, la mayor parte de las veces las estampas propuestas engloban la manifestación de esa mirada total que perfila el poderío de un rol y libera de la acepción tradicional (Bacarlet Pérez y Rosario 2012, 5).
Específicamente hablando, hay que señalar que la representación fáunica ha implicado las fases discursivas de un devenir, en el que se nombradescribe al animal; de un devenir cambiante, pese a que los atributos simbólicos de dicho ser sean definitivos o, si se quiere, de carácter coyuntural. Tal es el caso, por ejemplo, de la fase discursiva del periodo colonial: periodo donde la descripción de los seres no humanos, en general, se realiza con base a lo conocido (lo mismo), forzando el sentido explícito de su vitalidad (Rodilla León 2008). O, a la vez, de la fase subsiguiente (la de la ilustración): sabemos, fase donde se fortalece el ideal de la objetividad, visto como anhelo de conocimiento y control, y por tanto esquema de comprensión del universo natural (Hernández Quezada 2014a, 15). O por último, la de una tercera (la nuestra), donde el animal expande los significados de su presencia, particularmente en el contexto ríspido de una transformación: la del ecocidio postmaterial (Durand Ponte y Durand Smith y L. 2004).
Siguiendo tal idea, esta fase discursiva implica el acercamiento a la figura del otro, a la manera en que se desenvuelve en el entorno vital. Pero también, implica el registro alterno de su significación, considerando el hecho de que el animal ha padecido a lo largo de la historia la intervención del humano debido cuestiones precisas como el espesor de múltiples “motivaciones antropocéntricas” y “ambientalistas” (Horta 2015, 115) que lo (des)colocan en otra dimensión. Por ende, entiendo que muchos sean los aspectos tratados hasta la fecha, y que tal situación, constante-contrastante, implique la creación de un zoológico literario que fortalece su imagen o, en su defecto, la debilita en función de su utilidad. De un zoológico literario que, de acuerdo con Alejandro Lámbarry, favorece la plasmación de tres voces (la satírica, la política y la posmoderna) que permiten la adopción, por parte del animal, de “nuevos roles [...], resultado de un cambio de valores, ideologías y tradiciones” (2015, 13).
Por lo llamativo del acercamiento, en otros textos he destacado el trabajo de Juan José Arreola (Hernández Quezada 2014a): connotado escritor que, en el famoso Bestiario (1959), propone un sentido alterno de lo fáunico al enfatizar, primeramente, su cariz plástico y, después, ofrecer una estampa diferente de ese conjunto de entes que lo obliga a indagar, en lo general, en los aspectos llamativos del bios. Siendo preciso, el escritor jalisciense pondera el sentido del contraste animal, partiendo de la premisa de que la literatura ha de proponer una experiencia de lectura compleja, capaz de violentar las concepciones rígidas de la realidad y ofrecer, como moneda de cambio, una estampa diferente de sus aspectos más banales o más trascendentales. En sí, me refiero a ese acercamiento artístico en el que la esquematización impuesta se pasa de largo, toda vez que para Arreola la fauna vale por lo que es. O sea: por lo que implica como referencia cultural una vez que se han suprimido los aspectos preponderantes del proyecto modernizador (Habermas 1989, 137).
Justamente, en el presente texto me interesa detenerme en el papel social de la animalidad planteado por dos escritores mexicanos nacidos a finales de la década de los 60 y principios de los 70 del siglo pasado: Mauricio Montiel Figueiras y Alberto Chimal. Autores que, respectivamente, utilizan estampas fáunicas para aludir a asuntos sugerentes, entre ellos los de las implicaciones negativas del confinamiento y del traslado físicos en el espacio violento de la urbe actual. Basado, luego, en tal planteamiento, descubro a un par de escritores que enfatizan la singularidad del animal, al tiempo que abrevian la alternativa literaria de recrear situaciones atípicas cuya extrañeza favorece la captación compleja de este ser.
Sobre el punto anterior, recupero la idea planteada en mi texto “Rasgos y características de un postbestiario mexicano. Los casos de Ricardo Guzmán Wolffer y Bernardo Esquinca” (2014b), en términos de que autores como los mencionados, pertenecientes a una misma generación, apuestan por esa indagación de la fauna que
socava la preconcepción, [...] inutiliza las formas, [...] se adelanta a su tiempo para desdibujar los sentidos propuestos por la tradición o cualquier instancia de poder. Nos referimos, en cierto modo, a ese modelo artístico que permite que determinados escritores parodien, parafraseen y cuestionen los criterios del canon, o que lo convaliden con su creación [...]. A la vez, esta reflexión nos hace pensar en la lógica que se persigue, motivada por la aceptación de una crisis total que expulsa al animal del orbe clasificatorio. La recusación propuesta, así, trae consigo la validez de lo impropio, de lo denegado [...] al haber sido concebida como una taxonomía diferencial donde se vierten valores, cuestionamientos sociales, parodias de la humanidad, entre otros asuntos. Por eso, ante semejante ordenación que regula y separa los contrastes, encontramos las visiones que se alejan del canon, que a su manera los combaten y cuestionan para demostrar que las preconcepciones sirven de poco si el deseo expreso del escritor es ahondar en la interpretación de la fauna y encontrar en ella otras imágenes, contrapuestas a las del modelo fun(da)cional (pp. 37–38).
En particular, Montiel Figueiras aborda el tema anterior en Los animales invisibles (2009): texto donde trabaja la cuestión urbanística del zoológico en tanto espacio público de recreación, pero en el que se producen situaciones extraordinarias, o anómalas, gracias al ocultamiento–pérdida de un ente: el no humano. Entiendo así que la premisa del relato se vincula con la inexistencia citadina del animal. O mejor: con su desaparición metropolitana, la cual pone en jaque biomas urbanos como “el aviario, el desierto, la franja costera, los pastizales, el bosque templado y el tropical” (p. 31): todos ellos, espacios connaturales –si cabe el término– del confinamiento material y concebidos para reconfigurar, sintéticamente, la biodiversidad.
Desde luego, admitir este planteamiento permite captar el sentido precario del animal en términos de lo moderno: hecho que, por ejemplo, Arreola plasma en Bestiario en pos de precisar las implicaciones carcelarias del zoológico, y dar a entender la necesidad de recuperar la estampa de una fauna descontextualizada, que se ha de captar mediante los poderes simbólicos de la imaginación.
Tal situación, contrariamente, en el caso de Montiel Figueiras desaparece, toda vez que su revisión se topa con un contrasentido: el que refiere la anomalía de la vaciedad. Es decir: el de la inexistencia del animal al interior de un parque poco relevante para los seres humanos, ya que estos se han descentrado, afectando el sentido de sus espacios de socialización.
En lo tocante a Chimal, uno de los asuntos importantes de su novela La torre y el jardín (2012) es el de la zoofilia, especialmente aquella que se perpetra en un burdel surrealista, de talante sádico, adonde acuden quienes buscan observar “el manejo de los animales sin quejarse” (p. 33). Por lo que, en esta obra, si nos topamos con algo es con la descripción profusa-totalizadora del sometimiento : acto verosímil que postula la superioridad de una especie sobre otra(s) e insiste en la iteración del dinamismo sexual, aun a costa de la depredación. En cierto modo, Chimal plantea un zoológico literario del placer que, a diferencia del de Montiel Figueiras (y del de Arreola), favorece la desinhibición de los seres humanos ante las demás criaturas. (Léase, ante las expresiones de su cosificación.) Lo cual implica entender algo: que la mirada estética del escritor se revela como mirada crítica, como mirada instigadora.
Resumiendo: tanto en Montiel Figueiras como en Chimal el uso de los animales se convierte en pretexto para referir la extrañeza (o particularidad) que encarnan, al tiempo que para evidenciar el(os) mecanismo(s) de control que padecen en el espacio urbano, máxime si se consideran los efectos perjudiciales de la descontextualización y lo que se ha definido como la concepción cultural de la violencia: concepción que establece nexos entre la fauna y ese rito sacrificial que, siguiendo las ideas de Georges Bataille, traduce una “perturbadora coincidencia entre los misterios mitológicos y la grandeza lúgubre característica de los lugares donde corre la sangre” (2003, 50).
En virtud de tal propuesta (y por hablar de un modelo), existe un continuum en el tratamiento de la animalidad con Arreola. Un continuum que no concluye en los mismos aspectos, pero sí identifica y encuentra los detalles de una distinción, a través de la cual se dispara la inventiva y la reflexión. Esencialmente aludo a la puesta en práctica de un modelo creativo que atenta contra la estabilidad y lanza una serie de preguntas sobre el rol del hombre y el nexo que mantiene con el resto de las criaturas que viven sobre la faz de la tierra.
Como Arreola, Montiel Figueiras y Chimal conciben un discurso crítico que muestra –moralejas aparte– la realidad citadina de los animales: individuos naturales sometidos por la humanidad, no obstante expresar su poder de sugestión. O más bien, y haciendo caso de lo que plantea la biología, de exhibir los procesos “entretejidos en una red histórica [...] que presenta una variación asombrosa, como nos es patente en el mundo orgánico que nos rodea” (Maturana y Francisco 1999, 80).
Los animales invisibles y La torre y el jardín coinciden en la muestra de una disrupción vinculada con la animalidad y su desenvolvimiento en el universo citadino. En particular, apelo a la crisis del mundo natural-ecológico, magnificada por el maltrato animal, y su sumisión a los valores modernos del hombre; al mismo tiempo, por el rompimiento que su traslado y descontextualización suponen, sobre todo si consideramos que la realidad animal es una realidad autónoma, que se desarrolla de manera diferente a la de la humanidad. Visto de ese modo, no es exagerado insistir en la idea de que, gracias a la ponderación arreoliana, los autores de estas obras reiteran las posibilidades de un discurso creativo, concebido no para subrayar las recurrencias del lugar común sino, más bien, para plantear preguntas sobre nuestro vínculo con las demás especies.
Ⅱ. LOS ANIMALES INVISIBLES : ZOOLÓGICOS VACÍOS
Quizá una de las hazañas más visibles del proyecto moderno se relaciona con la urbanización del espacio público y las tramas que colige desde el punto de vista de lo social: las de la civilidad, el orden y la razón (Pevsner 1976, 9–43). De lo cual se infiere que el universo urbano ha de ser entendido como ese espacio funcional que viabiliza las prioridades pragmáticas e intelectuales del yo, según la escala económica, la motivación, la ideología y la relación con el espacio, entre otras causas que influyen en la producción arquitectónica e ingenieril (Jencks 1991, 22–38).
En tal tenor y como adelantaba, el zoológico refiere el ideal de un proyecto modernizador que propone la demarcación-control del espacio natural; la demarcación-control del mundo no humano, en el que existen los animales y las evidencias trastornadas de su vitalidad (Esteban Cloquell 2015, 106). Digamos, por tanto, que este espacio (este universo) es una limitación expresa que jamás desdibuja los márgenes de la ciudad: al contrario, condensa la existencia de un nicho ecológico donde el contraste artificial se percibe con claridad, y por lo mismo jamás se pone en riesgo la función del modelo económico (Rothfels 2009, 482).
Es interesante comprender los alcances inmediatos del texto de Montiel Figueiras, en virtud de que se trata de un relato complejo en el que se plasma la continuidad de la ciudad con el zoológico, pero no así con la animalidad. Con un zoológico vacío, hueco, sin seres vivos, en el que los pocos ciudadanos que acuden a él descubren que las especies antes exhibidas han dejado de existir. O más bien: que las que ahora se exhiben –paradójicamente– son invisibles, evidenciando la crisis de la razón y de ese vínculo histórico que los seres humanos han mantenido con el orbe natural.
En cierto modo, es como si el texto diera cuenta de tal desaparición a partir de los cambios que se registran en el mundo contemporáneo y planteara que, más allá de la propuesta de una trama interesante y envolvente, importa entender que la historia sucede en el ámbito de la realidad; que es verídica, en primera instancia, y se relaciona con la destrucción del entorno y la violencia generalizada que los animales padecen.
Partiendo de este criterio, Montiel Figueiras especifica la antigüedad del zoológico, y valida la noción de que su funcionalidad ha desaparecido en cuanto tal debido a los retos que la sociedad moderna enfrenta, determinada tanto por la reconfiguración del tejido urbano como por la presencia tecnológica de los medios de comunicación. Por eso insiste en la propuesta de un relato problemático en el que uno de los temas tratados es el de este cambio espacial-temporal, que afecta las especificidades geográficas y vivenciales de la urbe, tal como se lee en las siguientes líneas:
Mi hija y yo acabamos de cruzar el portón de hierro forjado que da acceso a la calzada que conduce al zoológico, parte de los dominios del bosque cuyo esplendor centenario se conserva intacto pese a los embates de una urbanización que lo ha rodeado de edificios corporativos, hoteles de lujo y oficinas bancarias y bursátiles (p.21).
El planteamiento del escritor subraya los contrastes, mostrando cómo las fronteras entre los espacios antiguos y modernos interactúan entre sí y definen las diferencias existentes en el perímetro de la ciudad. (Las diferencias irreconciliables, las mismas que, en el primer caso, exhiben la precariedad del espacio natural –del espacio animal– y, en el segundo, el poderío de la “urbanización”.) Consecuentemente resulta interesante entender que Montiel Figueiras enfatice el cariz “centenario” del “bosque”; pero también que aluda a los cambios del asentamiento citadino que ponen en peligro, si no es que lo han puesto ya, el contorno antiguo del zoológico, así como a las criaturas que habitan en él. Porque finalmente semejante “urbanización”, parece insistir, lo rodea todo, y sus “embates” son tan constantes que nada los detiene, menos un “portón de hierro forjado” que es expresión inocente del ayer.
En otro momento, Montiel Figueiras recurre al vínculo zoológicoantigüedad justamente para fortalecer la imagen buscada respecto a la presencia del animal, y sugerir los alcances de una disfunción. De esta forma, plantea que su narrador se siente extrañado al llegar al zoológico, en el sentido de que: “La imagen del anciano y el dinosaurio engarzado en una conversación bajo un sol otoñal y el revoloteo de las hojas de los eucaliptos”, que observa de repente, le “hace caer en la cuenta de lo desolado que luce el bosque para ser domingo” (p.25). Mas como he señalado, para Montiel Figueiras importa la presentación de un ¿problema? mayor que nos envuelve a todos, y que fácilmente se vincula con la crisis del mundo natural, a la vez que con los cambios que se suscitan en nuestro trato con los demás. Cambios profundos cuyos efectos cotidianos, en cuanto a nuestra percepción se refiere, se dejan sentir, alterando los “contextos de ≪interacción cara a cara≫” (Thompson 1998, 274).
Insisto: si bien lo anterior jamás se plantea, sí admite una lectura hipotética, toda vez que Los animales invisibles aborda el tema del humano contemporáneo-citadino y su relación con la animalidad. Y es que, necesariamente, esta propuesta da lugar a la reflexión de las transformaciones que existen en la actualidad, y de la percepción que se genera gracias a la mediación tecnológica.
Por lo demás, el que tal problemática se invoque permite señalar 1) que la desaparición de los animales se debe a una extraña razón, aunque vinculada con “los embates de la urbanización”, y 2) que la transformación de una animalidad real, en una representada, es algo cotidiano, que se avejenta gracias a la aparición de un hombre mayor y de alguien que se encuentra disfrazado de dinosaurio sin saber por qué.
En Los animales invisibles, Montiel Figueiras también introduce el problema de la extrañeza cuando habla de la tensa relación que el narrador mantiene con su esposa, y comenta que ésta le revela el motivo de su desesperación: el maltrato animal. En cierto sentido, el planteamiento explica la ausencia fáunica del zoológico: espacio mayor donde a los seres no humanos, cuando existen, se les lacera, ya que se les coloca en un hábitat diferente del que provienen, exhibiéndoseles a la mirada escrutadora-pornográfica de la sociedad. En todo caso, la mujer brinda las claves esenciales de la crisis animal, al recordar un sueño que, bien pensado, se convierte en una suerte de revelación:
En el sueño mi mujer entregaba los papeles de divorcio a un guardia con uniforme caqui [...] que daba la media vuelta y se esfumaba en un sosiego rasgado de pronto por el eco de unos rugidos distantes. Osos, decía mi mujer con los ojos puestos en lontananza. Se han ausentado los osos. Han ido en búsqueda de comida porque no los alimentamos, sino que nos alimentamos de ellos. Y con esto echaba a andar hacia un laberinto de jaulas vacías tras el que se alzaba un enjambre de edificios, las ruinas acristaladas de un planeta deshabitado (2009, 11).
Como aclaran estas líneas, la invisibilidad urbana de los animales se debe a la intervención humana. Una invisibilidad que es desaparición, dado que a pesar del eco animal (los “rugidos distantes” de los osos) la violencia se desata con frecuencia, en particular si se entiende que los seres humano no alimentan a los animales, pero sí se alimentan de “ellos”. El argumento, por lo mismo, imbrica la reflexión de un malestar, de un lamento, que engloba la idea del sometimiento fáunico y de la crisis de la humanidad: crisis que, de acuerdo con lo que se señala, se manifiesta en la salida en falso de un sueño violento, mediante el que se revela el efecto negativo de ese “enjambre de edificios” que rodea el “esplendor” del “bosque”, de esas “ruinas” de un “planeta” que muestra su descontrol y duplica la ausenciainvisibilidad del animal.
Con este planteamiento, Montiel Figueiras tal vez lleve su relato a otra dirección, indicando que la transparencia del zoológico es el indicio (del comienzo) de una desaparición mayor: la de los seres humanos. Pero lo cierto es que su planteamiento, en este punto, es contundente, señalando la singularidad de un problema urbano que bien se explica de acuerdo con lo que comenté (los motivos de la desaparición del animal):
Ante la meseta dominada normalmente por tres elefantes asiáticos, atravesada por un par de canales y rematada por un embalse junto al que había un cobertizo, un bebé a bordo de una carriola similar a la de mi hija rompió a llorar como si la amedrentara el hueco dejado por los paquidermos. En el herpetario se produjo una discusión entre marido y mujer sobre lo absurdo que era desperdiciar el día de convivencia familiar en una cita con serpientes enfermas [...]. En las jaulas de los monos, cuerdas y lianas se balanceaban a la espera de manos que no fueran las de los gemelos que daban golpecitos en el cristal con una añoranza imbatible. Los tubos multicolores donde el panda gigante solía hacer cabriolas lucían tan desamparados, tan fuera de lugar, que mi hija me preguntó por qué los dueños del zoológico no se los llevaban mejor a un parque (p.32).
Evidenciando el problema ecológico del ocaso de determinadas especies, Montiel Figueiras concibe un texto importante que permite comprender otras claves de la realidad fáunica. Continuador inteligente de Arreola, se acerca a la animalidad zoológica-urbana para invocar sus características y encontrar finalmente su aniquilación (su invisibilidad).
Ⅲ. LA TORRE Y EL JARDÍN: EL SEXO BESTIAL
La torre y el jardín, de Alberto Chimal, es otro libro interesante en donde el tema de la fauna se patentiza con vigor. Manifestando una trama oscura, que intensifica la expresión del mal, el autor de Gente del mundo (1998) presenta la realidad habitual de este ser en el contexto de un universo sombrío que, entre otras cosas, sacrifica las formas de lo natural.
Penetrante y explícita, la novela de Chimal aborda otras cuestiones, más o menos singulares y abiertas a lecturas diversas; no obstante, es importante afirmar que en la que más se detiene, por su valía dramática, es en la del sometimiento animal: subordinación forzada mediante la que detalla toda clase de prácticas degradantes y describe los criterios prevalecientes en un proyecto que, según se vea, revela su disfunción. De esta suerte, en La torre y el jardín Chimal ofrece las claves de una sexualidad degradada o enferma, que violenta al animal. En cierto sentido y dándole continuidad a otro de sus libros (Los esclavos, 2009), sintetiza las posibilidades del maltrato, en términos de extremar la violencia, su manifestación.
Antes bien, entiéndase que, como Los animales invisibles, su novela exhibe la crisis de una representación: la del bestiario.
Si lo pensamos de ese modo, La torre y el jardín es la propuesta de un bestiario distinto, irracional y sádico, en términos de que la descripción hecha de la fauna obedece a los esquemas de un ejercicio heterodoxo, que para nada se asemeja a los que se conciben bajo el juicio de la razón, o a los que se crean para establecer significaciones simbólicas. Ideada de tal modo, La torre y el jardín alimenta la perversión: sugiere la cercanía de una materialidad (la animal), cuyos esfuerzos salvíficos se desvanecen cada vez que el ser humano aparece y diezma su integridad.
Por todo lo cual esta novela es una retorsión, en virtud de que Chimal violenta la realidad animal, pero, al mismo tiempo, la espacialidad moderna. Es decir: la espacialidad pragmática de la urbe; la concepción ideal de la misma, que jamás alteraría los principios que la rigen y determinan su vocación (los de la civilidad, los del orden y los de la razón). Sin embargo, en La torre y el jardín la crisis es fundamental, pues Chimal explora la zona oscura de la ciudad para descubrir, al igual que Montiel Figueiras, la vigencia del cambio, del descontrol. En suma: la conciencia de ese “sueño utópico de progreso social [que] se ha transformado en una faceta más de la pesadilla de la sociedad postindustrial” (Toca Fernández 1987, 150).
Burdel secreto, que registra prácticas delirantes; o más bien, zoológico enfermo, en el que el ser humano se desenvuelve con frialdad: consideremos, el espacio secreto–urbano de la animalidad de La torre y el jardín es singular y se vincula con lo que Montiel Figueiras separaba del “bosque”: “los embates de la urbanización”.
Básicamente, planteo que el bestiario-zoológico-burdel de La torre y el jardín es un “edificio” (“El Brincadero”), en el que los seres humanos cosifican a los animales, desde el punto de vista sexual; un espacio arquitectónico que, adaptado, esconde la perversidad racional del yo; a este respecto, Chimal escribe:
En la esquina de las calles de Nicolás Bravo y Miguel Hidalgo, en el centro de la ciudad de Morosa, hay un edificio. Su aspecto no es deslumbrador: por fuera parece tener siete pisos de altura moderada, y es poco más que una caja de concreto, lisa y sin adornos. La impresión se acentúa porque no hay ventanas antes del quinto o sexto piso y el gris constante bajo esos primeros cristales es una superficie enteramente plana: uniforme.
El negocio que funciona en el edificio no tiene nombre, pero muchas personas (sobre todo, cuando hablan del lugar en secreto, o entre risas nerviosas) lo llaman “El Brincadero” (2012, 21).
De nueva cuenta, los contrastes espaciales se manifiestan, pues la disfunción cobra lugar y permite que un edificio anodino, que parece algo así como una “caja de concreto” (indistinta de otras), favorezca el desarrollo turbulento de la sexualidad: en especial, de aquella que se efectúa en los límites invisibles de un “lugar secreto” e intervenido, que ilustra el significado perverso (antifáunico) de la ciudad. En razón de lo mismo, La torre y el jardín es una obra desquiciante, que refiere la dinámica urbana del capitalismo voraz una vez que se legitiman sus reglas. Y asimismo: una vez que se cosifican sus efectos y, consiguientemente, se generan toda suerte de intervenciones físicas en el marco de ese universo macabro y bestialista que es “El Brincadero”.
Esta situación explica, a su vez, el porqué los personajes-depredadores del texto lejos estén de escuchar el sonido del animal (Derrida 2008, 18), y sólo capten, indiferentes, los ecos permanente de su sufrimiento, tal como se lee a continuación: “el fantasma de una selva [...] una selva del pasado remoto, que la memoria no puede evocar ni en los mismos sueños, de no ser por los otros sonidos: voces de mando, de abrir y cerrar de puertas, gemidos de dolor y placer” (Chimal 2012, 27).
Analizadas, estas líneas me parecen importantes, debido a que engloban la propuesta general de Chimal: ofrecer el relato de un nexo antianimalista que inicia con la irrupción del poder humano, manifestado en la voz “de mando”, para continuar después con el establecimiento del límite y sus consabidas consecuencias de sufrimiento y “dolor”. En todo caso, reviste especial tratamiento este punto, ya que Chimal, en su propuesta de imaginar lo imposible, coloca al animal en el espacio del universo ajeno (la ciudad), alterando su ubicación original y revelando los visos de una imagen agente de “extraordinaria intensidad” (Yates 1974, 16).
Considerada tal idea, la animalidad de La torre y el jardín es una animalidad desubicada, que forma parte de un edificio intervenido ; una animalidad secreta (invisible), que ha sido sacada de su hábitat por motivos macabros que van desde su utilización sexual hasta su aniquilación. El siguiente fragmento expresa claramente lo anterior:
EL ELEFANTE: el vestíbulo de la torre, discreto pero notablemente mejor amueblado que los de otros negocios semejantes, se divide a poca distancia de la entrada en dos corredores paralelos, muy separados entre sí, que avanzan varios metros y vuelven a juntarse ante las puertas de escaleras y elevadores, donde aguardan los ayudantes y los guías. [...] Ahora bien, el visitante siempre sabe lo que quiere; si no, no se le deja entrar. Y si lo que quiere se encuentra ahí, sobre esa piel arrugada, recia, fétida a pesar de numerosos lavados, debe desnudarse rápido: esa otra forma del amor existe y basta murmurar unas palabras de afecto mientras se da un paso hacia delante, hacia el calor de la mole tremenda” (Chimal 2012, 28-29).
Más allá de las resonancias intertextuales de la cita, básicamente si pensamos en autores como Arreola (después de describir la fisonomía de este ser en la viñeta correspondiente de Bestiario : “El elefante”), es notorio que explicita el significado del animal, observado desde la lente humana; un significado erotizado que conlleva, en primer lugar, la descripción pormenorizada de su espacialidad y, en segundo, la de su cuerpo gigantesco, arrugado y recio, presto a la posesión de un “visitante” anónimo que “siempre sabe lo que quiere”, al menos en materia amatoria. A su vez, la reiteración de esta clase de situaciones, que demuestran los gustos extremos y sádicos del bestialista, es un pretexto para que Chimal profundice en la relación física del ser humano con la fauna, hasta el punto de que su novela admita una lectura focalizada en tal aspecto y deje de lado, o en un plano secundario, otros que también se tratan.
Escritor obsesivo, que insiste en las posibilidades del tema: Chimal concibe una obra reiterativa, en la que los animales son ultrajados de forma planeada y/o imprevista, puesto que parte del hecho de que tal relación jamás está sujeta a acuerdos colectivos que controlen el caos:
Todos saben que el material de los encuentros en El Brincadero es volátil y rebelde, se controla con gran dificultad y siempre está amenazado por el azar y el error. Si se dieran tiempo para pensar en el asunto, podrían llegar a la conclusión de que el negocio, además de ser un serrallo y un teatro, también es un circo (p. 33).
Gracias al fragmento anterior, es fácil entender el sentido de la representación fáunica en La torre y el jardín, en especial si se admite la advertencia de que Chimal pocas veces cede a la cautela de la sugestión: más bien, evidencia las capacidades creativas que posee al puntualizar la trama real de “El Brincadero”. Tal concepción, asimismo, favorece el desenvolvimiento de varias cuestiones: entre ellas que los procedimientos antianimalistas de la novela se precisen de principio a fin, dando a entender que la pesadilla que subyace en La torre y el jardín es la de un manual de uso ideado para aquellos que visiten “El Brincadero” y desconozcan las claves de su disfuncionalidad. En pocas palabras: la novela opera como guía diversificada de maltratos contra los animales, y son bastantes los ejemplos en los que Chimal se esmera, estéticamente hablando, a fin de mostrar las variables de semejante suplicio, tal como se lee en entradas como esta: “LOS PELÍCANOS. Como otras aves, los pelícanos se emplean para las tareas más simples –las inserciones y los frotamientos–, pero también para otras acciones y fantasías” (p.39). O como esta: “LAS NUTRIAS viven en el piso Y SE VAN LLORANDO, LLORANDO, en estanques apropiados [...]. Se les droga para volverlas dóciles sin quitarles la vida. En todo caso, lo que debe verse vivo de ellas es únicamente las manitas y los bigotes” (p.43).
Finalmente, con esta reflexión aludo a que Chimal cataloga el sentido erótico de la fauna, asumiendo que se trata de una literatura clasificatoria que capta no el sentido educativo-científico del confinamiento (el zoológico) ni mucho menos el simbólico, propio de la antigüedad (el bestiario). Aludo a su ideación de un texto provocativo, en donde lo no humano posibilita el regocijo físico del hombre y de la mujer, sin importar los desequilibrios de la relación ni el mal infligido a aquellos seres que, previamente, han sido trasplantados a un edificio aparentemente normal, donde
Nadie se pregunta por estas cosas: nadie se asombra. Todos vienen estrictamente a lo que vienen. Todos alivian sus necesidades, escenifican sus fantasías, se rascan y se frotan y se empalman y luego se van. Están aquí como si no estuvieran. Entran como si no entraran y cuando salen no se nota. Pagan por la pequeñísima porción de la realidad que les importa y, para quien los observa con atención y sin arrebato, son todos iguales (p.95).
Ⅳ. CONCLUSIÓN
En el marco de la literatura mexicana de este siglo, tanto Los animales invisibles como La torre y el jardín son obras destacadas que expresan las perspectivas de dos autores a cerca del nexo hombre-animal. Enraizadas en la concepción compleja de la fauna, aunque enfocadas en dos situaciones diferentes, reiteran las problemáticas del traslado físico y del uso sexual de los seres no humanos, subrayando las implicaciones nocivas de tales acciones y las consecuencias que generan, finalmente, en la sociedad. En tal tenor, sus propuestas reiteran la problematicidad del mundo natural, la clase de retos que establece, a sabiendas de que su representación ha sido concebida para alimentar las sugestiones del lector.
Como sucede en Bestiario (o considerando lo que su legado supone para la literatura mexicana), es fácil concluir con la reflexión de que sus propuestas expanden la imagen de lo animal, después de priorizar la estampa diferente, el acercamiento heterodoxo, la violencia del yo, etcétera.
En Los animales invisibles, efectivamente, estaríamos ante la problemática de la desaparición, y en consecuencia, ante la de un cambio: el del espacio funcional (el del espacio que se trastorna, debido a las transformaciones que reconfiguran la imagen conocida de la ciudad). Igualmente, estaríamos ante el asunto de la violencia y la crisis del hábitat. Ante las variables que se crean y alteran, para siempre, el sentido de lo natural y las cuales a Montiel Figueiras le brindan la posibilidad de explorar, sutilmente, las características del mundo en el que nos tocó vivir.
Sobre la transparencia y la desaparición: en definitiva, Los animales invisibles es un texto importante para comprender los cambios literarios que se han generado en materia fáunica, y las posibilidades creativas que coligen y garantizan el planteamiento de una narrativa menos programática y elemental.
Respecto a La torre y el jardín, también estaríamos ante las problemáticas señaladas en Los animales invisibles ; sólo habría que indicar que, en la novela de Chimal, el tratamiento dramático de la zoofilia pauta una invención desmesurada, sin límites, que explota las manifestaciones enfermas o disfuncionales de la sexualidad. Manifestaciones que exponen la imagen de una cosificación, e insisten en el argumento de que las propensiones humanas al daño y a la perversión son infinitas, especialmente si tales inclinaciones se proyectan al animal.
Como novela urbana, La torre y el jardín demuestra las viabilidades creativas de un nuevo zoológico: sugiero, aquellas que se concentran en un edificio, y se vinculan no con la observación pedagógica del animal sino con la de su uso sexual, bárbaro y comercial.
Si tuviera que destacar la importancia de estas obras, a partir de la tradición inaugurada felizmente por Bestiario, no dudaría en señalar sus atrevimientos, sus rupturas, pues ambas novelas modifican los alcances limitados de lo fáunico, característicos de un momento anterior. En todo caso, como otros libros recientes (que enfatizan esta problematicidad), abrigan nuevos planteamientos en los que, por ejemplo, el cuestionamiento del hombre está presente, o si no el efecto nocivo que su desarrollo material ha causado en el mundo natural y por ende en el de la animalidad. Al lado de obras como Bestias (2005) de Ricardo Guzmán Wolffer, Zoomorfías (2008) de Leonardo de Jandra, Bestiaria vida (2008) de Cecilia Eudave, El animal sobre la piedra (2008) de Daniela Tarazona, Ojos de lagarto (2009) de Bernardo Fernández (2009), La octava plaga (2011) de Bernardo Esquinca, El matrimonio de los peces rojos (2013) de Guadalupe Nettel, Gallinas de madera (2013) de Mario Bellatín, entre otras, Los animales invisibles y La torre y el jardín forman parte de una vertiente singular, determinada por los afectaciones ecológicas del espacio natural y la crisis del proyecto ilustrado. Esa es la razón, en esencia, de que en el presente artículo las haya comparado, dado que considero que su vinculación a una corriente alterna de la representación fáunica, en el caso mexicano, no sólo las distancias de modelos precedentes, influidos por el monólogo supremacista de la razón, sino que las agrupa prolíficamente en el afán de cuestionar la lógica del mundo actual y entender que, en casos como estos, la literatura es una alternativa válida para la reflexión de los problemas más acuciantes que enfrentamos como sociedad. Además, cabe agregar que el motivo de la comparación se explica porque, en ambos casos, se perfila un problema similar: el de la descolocación animal en el contexto del mundo urbano-contemporáneo, y el sentido social que adquiere este ser una vez que se le cosifica y deniega como elemento inferior.
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