La humillación como exclusión e injusticia
Resumen
Analizamos la humillación como una forma inaceptable de tratar a las personas. Para ello nos acercamos a pensadores como Avishai Margalit, William Ian Miller y Evelin Linder. Después comparamos la humillación con la exclusión de Luis Villoro y la falta de capacidades que Sen y Nussbaum consideran señal clara de injusticia. También revisamos la idea de Dignidad de Waldron para ver cómo se relaciona con la descripción de la humillación de Linder. Todo lo anterior tiene como objetivo mostrar que si bien no es común utilizar el concepto de “humillación” en la filosofía moral, está presente con otros nombres. Creemos que el concepto ayuda a visualizar la injusticia. Después ofrecemos dos ejemplos de cómo Latinoamérica presenta terribles casos de humillación como las heridas no tratadas de la conquista española y la persistente pobreza y discriminación que padecen los pueblos originarios. También hablamos de la “gran corrupción” y sus implicaciones. Defendemos brevemente que se deben enfrentar los casos de humillación.
Abstract
We analyze Humiliation as an unacceptable way of treating people. For that, we review the ideas of thinkers like Avishai Margalit, William Ian Miller y Evelin Linder. Latter on we compare the concept of humiliation with the idea of Exclusion as Luis Villoro understands it and with the lack of capabilities that Amartya Sen and Martha Nussbaum consider a clear sign of injustice. We also describe the concept of dignity according to Jeremy Waldron. We do all this because we want to show that even when the concept of “Humiliation” is not regularly used in moral philosophy, it is present with other names. We think that the concept helps to make more visible several cases of injustice. Finally, we give two examples of humiliation in Latin America: first, the terrible wounds of the Spanish conquest that have not been treated, they even persist in the form of discrimination and poverty. We also talk about “gran corruption” and its implications in exclusion. We defend that societies must face and solve the cases of humiliation.
Keywords:
Humiliation, Exclusion, Dignity, Violence, CorruptionHumillación, Exclusión, Dignidad, Violencia, Corrupción
Ⅰ. Introducción
Poco se ha escrito de la “humillación” desde la perspectiva moral. Sin embargo, en los últimos años el tema ha cobrado relevancia y cierta centralidad. Como veremos en este trabajo, la humillación es una forma de tratar a las personas que las excluye del mundo humano, las hace llevar vidas indignas. Lo anterior es, claro está, moralmente inaceptable y además tiene consecuencias funestas, no sólo para la humanidad, sino para Latinoamérica.
Es poco el espacio que tenemos aquí para referirnos a todo lo anterior, así que seguiremos un procedimiento que intentará mostrar los siguiente: qué es la humillación, cómo se relaciona con la exclusión y la indignidad y por qué, más allá de los argumentos morales, que no abordaremos, hay uno pragmático que nos insta a combatirla.
En un segundo momento y como corolario, hablaremos de dos situaciones distintas: la persistente humillación de los pueblos originarios que se expresa en una falta de reconocimiento de lo que significó para ellos el establecimiento del régimen colonial y la posterior fundación de las repúblicas independientes, y que hoy suma pobreza y discriminación. Por otro lado hablaremos de la “gran corrupción”, que es una forma de actuar de los funcionarios públicos que priva a grupos importantes de personas de gozar sus derechos fundamentales. La “gran corrupción” humilla.
Sin duda el recorrido mencionado apenas apunta hacia un campo que nos parece está poco explorado y que podría rendir muchos frutos pues, como veremos, señalar la humillación es el primer paso para combatirla.
Ⅱ. La humillación como violación de la dignidad humana
Avishai Margalit, uno de los grandes impulsores del tema de la humillación como algo inaceptable, escribe en La sociedad decente(Margalit 1997) que más que una sociedad justa, como propone John Rawls, lo que se requiere es una sociedad decente; es decir, una sociedad en la que las instituciones fundamentales no humillen a las personas. Para Margalit la humillación es cualquier tipo de comportamiento o condición que constituya una buena razón para que una persona considere que su autorespeto ha sido lastimado. Lo anterior, recalca, lo dice en un sentido normativo, no psicológico, y nos explica: el sentido normativo no implica que la persona que tiene una buena razón para sentirse humillada de hecho se sienta así, podría no sentir nada. Por el otro lado, en el sentido psicológico, la persona que se siente humillada no necesariamente tiene buenas razones para sentirse así. Desde el punto de vista de la ética normativa, el énfasis está en las razones para sentirse humillado y no tanto en cómo se sienten las personas, preocupación de la psicología. Una sociedad decente es la que lucha contra las condiciones que hacen, y lo podemos justificar con buenas razones, que las personas se sientan humilladas.
El estudio de la humillación como una conducta moralmente dañina es reciente. Esto se debe, seguramente, a que los seres humanos ni siquiera identificábamos la humillación. El sociólogo William Ian Miller nos dice en su libro Humilation(Miller 1995), que de acuerdo con el Oxford English Dictionary, el primer registro en inglés del uso de “humillar” en el sentido de mortificar o degradar la dignidad o el autorespeto de alguien, no sucedió sino hasta 1757. En el Diccionario de Autoridades español, se definió en 1734 la humillación de la siguiente manera: “Metaphoricamente vale abatir el orgullo y soberbia de alguno, haciéndole conocer su baxeza”.
En tiempos anteriores a este, su uso común se relacionaba con el sentido de la posición física de la reverencia, de hacerse menos, de acercarse al piso: recordemos que humillación viene de Humus, que es tierra en latín. Humiliare es hacer menos. La humildad es tener una opinión modesta de uno mismo. Así pues, hasta entrado el siglo XVIII, el uso de “humillación” y de “humildad” no era muy distinto. Es más, todavía hoy, en algún sentido, humildad y humillación siguen juntas. Esto lo podemos constatar en el diccionario de la lengua: en el español actual “humillar” significa, al menos en un par de acepciones, inclinar la cabeza o la rodilla en señal de sumisión o acatamiento, y también hacer actos de humildad.
Pero lo importante aquí es que, con la caída de los regímenes monárquicos y la llegada de las repúblicas democráticas, nació otra forma de entender la humillación. Evelin Lindner, estudiosa transdisciplinar, como ella misma se define, dice(Linder 2006) que durante millones de años los homínidos que evolucionarían en homo sapiens deambularon por el planeta como cazadores recolectores. Estos seres, dice ella, vivían en grupos de no más de 200 individuos y tenían instituciones sociales bastante igualitarias. Además, gozaban de una calidad de vida elevada. Sin duda, dice Lindner, no tiene sentido idealizar el tiempo de los cazadores recolectores como una época dorada, sin embargo, sostiene, no hay pruebas materiales de peleas físicas a gran escala entre estos grupos, es decir, no hay rastros de guerra.1) Además, todo parece indicar que en tiempos de enfermedad, conflicto y peligro, el sentimiento moral básico entre ellos era igualitario. Es decir, piensa Linder, no estaban divididos en rangos altamente jerarquizados y se ayudaban entre sí. Pero con el desarrollo de la agricultura y la domesticación de animales, surgió un nuevo orden: no sólo los humanos lograron asentarse y obtener recursos de forma distinta y en más abundancia que con los viejos métodos de caza y recolección, sino que a través de esta adaptación del medio ambiente, comenzaron a someter a la naturaleza: la madera de los árboles se convirtió en leña, los minerales de la tierra en instrumentos de guerra y ornato, los caballos se volvieron transporte y los otros seres humanos se convirtieron en sirvientes y esclavos. Por milenios las personas creyeron que era moralmente correcto y normal que hubiese señores y siervos, personas de alto rango y de bajo rango. Desde esta perspectiva, los amos merecían un trato especial y los siervos ser puestos en su lugar. Esto gracias a lo que Lindner llama “escala vertical de valor humano”, con los amos en la cima y los esclavos en el fondo. Lindner propone el siguiente esquema para mostrar la escala vertical(Linder 2006):
Todos, nos dice Lindner, aprendemos desde niños a usar en nuestro pensamiento la dimensión vertical relativa al valor de las cosas y de los seres, incluidos los humanos. Esto puede parecer inocuo, sin embargo, la aplicación de dicha escala de valoración resulta profundamente dañina. Por ejemplo, sigue siendo común que las personas asocien el bajo rango de un empleo con el bajo rango de la persona que lo desempeña: si limpias pisos eres menos que un juez.
Decía que el primer uso de “humillación” registrado en español, como denigración de la dignidad, es de 1734, el primero en inglés es de 1757. Difícilmente puede haber duda de que los ideales de los derechos humanos jugaron un papel en esta transformación de su uso. A partir de las revoluciones que abanderaron tales derechos, vivimos el proceso de dejar atrás la era del honor para dar paso a la era de la dignidad. Ahí el sentimiento moral predominante es que no podemos tratar a los demás seres humanos de manera que degrademos su valor. En su texto The politics of recognition(Taylor 1992), siguiendo la misma línea argumental de Lindner, dice que el colapso de las jerarquías sociales que se terminó de dar en el S. XVIII y que eran la base del honor, abrió la puerta a que la noción de dignidad humana, usada de manera universal e igualitaria, se volviera central en la discusión sobre identidad y reconocimiento. Peter Berger(1983) señala que la edad que vio declinar el honor también atestiguó el surgimiento de nuevas moralidades, preocupadas como nunca antes por la dignidad y los derechos de los individuos. El mismo ser humano moderno que ya no entiende el asunto del honor está inmediatamente dispuesto a aceptar las demandas de dignidad y derechos de casi todos los grupos.
Este nuevo espíritu de los tiempos, dice Lindner, insta a desmantelar la escala vertical del valor humano y trazar la línea de igual dignidad del esquema ya citado. Y nos dice: ahora subyugar o instrumentalizar a los seres humanos es ilegítimo y se llama humillación, humillación quiere decir la violación ilícita de la dignidad de todos. Por supuesto, la filosofía moral ofrece buenas razones para defender la ilegitimidad del trato humillante, aunque no lo llamen así.
Ⅲ. La vía negativa de Luis Villoro
Por ejemplo, Villoro sostiene que debemos combatir la exclusión. Esto sin duda es combatir la humillación, al menos si entendemos exclusión como hace Villoro. Para entender lo anterior volvamos brevemente a Lindner, quien sostiene que en las sociedades de honor había (o hay, aún existen sociedades basadas en el honor) cuatro tipos de humillación. No las vamos a detallar aquí, pero son las siguientes: por conquista, por relegación, por refuerzo y por exclusión. Los derechos humanos convierten todos los tipos de humillación en uno sólo, el último: las violaciones a los derechos humanos excluyen a las víctimas de la comunidad humana, las orillan a una vida indigna. A partir de esta idea es que podemos relacionar la humillación y su combate con la vía negativa hacia la justicia de Villoro, que pasa por tres momentos que nos ayudan a superar injusticias patentes: la experiencia de la exclusión, la equiparación con el excluyente y el reconocimiento del otro hacia una ética concreta.
Villoro sostiene, en contraposición a filósofos como John Rawls, que en lugar de partir del consenso para construir la justicia, debemos comenzar de su ausencia: algo tan común en nuestras tierras, “lo que más nos impacta, al contemplar la realidad a la mano, es la marginalidad y la injusticia” (Villoro 2007, 15). Por ello, debemos comenzar “de la percepción de la injusticia real para proyectar lo que podría remediarla”(Villoro 2007, 16).
Ahora ¿cómo reconocemos la injusticia? Villoro sostiene que: “sólo cuando tenemos la vivencia de que el daño sufrido en nuestra relación con los otros no tiene justificación, tenemos una percepción clara de la injusticia. La experiencia de la injusticia expresa una vivencia originaria: la vivencia de un mal injustificado, gratuito”(Villoro 2007, 16). Es decir, la percepción de la justicia no es una intuición, resulta cuando un daño no tiene justificación. Esto, sin duda, se parece a la teoría de la razonabilidad de Scanlon, pero aquí no puedo mostrar de qué manera.2)
En la teoría de Villoro, para enfrentarnos al mal gratuito, debemos atravesar tres momentos. Estas etapas, más que ser sucesivas, son estados de complejidad en el desarrollo de un orden moral.
La primera etapa es la experiencia de la exclusión. Es ahí donde quien padece una carencia, consecuencia de un daño, toma conciencia de tal falta. El daño, dice Villoro, no sólo es producto de una necesidad no satisfecha, también es el sufrimiento que causa un agente. Este agente no es necesariamente un individuo. Un grupo de personas puede perfectamente ser agente de daño, la sociedad en su conjunto también puede serlo. Para Villoro, el daño es exclusión forzada de bienes específicos que satisfacen necesidades. En este sentido la exclusión que combate Villoro es humillación, dado que humillar es, como decíamos, la exclusión de la humanidad, definida como un conjunto de derechos compartidos. Así pues, podríamos renombrar la primera etapa de la vía que señala Villoro como la toma de conciencia de la humillación.
El segundo momento de la vía negativa es la equiparación con el excluyente. Ésta se da cuando los que padecen el daño reconocen que pese a la exclusión que padecen, son iguales a los demás. Al darse cuenta de que la exclusión no es un estado de cosas necesario ni natural comienza la batalla, que puede ser violenta o expresarse en un duelo de palabras. Este disenso abre dos vías: o bien la disputa continúa por la vía de la controversia racional, o bien se dirige a la resistencia. Por estas alternativas es que Villoro sostiene que el segundo paso de la vía negativa puede llevarnos a un reconocimiento del otro, menos injusto, pero también a la ruptura o el deterioro de toda comunicación.
El tercer momento de la vía negativa hacia la justicia, es el reconocimiento del otro hacia una ética concreta. Ahí el excluido fundamenta racionalmente su reivindicación. Esto puede conducir a promulgar normas universalizables. Ahora, nos dice Villoro, no llegamos a este punto a través de un consenso sobre los valores y principios aceptables para todos. Más bien tomamos la ruta negativa, que implica mostrar normas y valores que no excluyan más a nadie para, a partir de ahí, remediar exclusiones, daños, humillaciones concretas. En este sentido, la vía negativa de Villoro anda el mismo camino hacia la sociedad decente de Margalit. Así, dice Villoro, y para subrayar el punto, el criterio de universalización que se utiliza en la vía negativa es el siguiente: serán universalizables las normas y principios que no excluyan a ninguna persona. Los derechos humanos son este tipo de normas: no excluyen a nadie y trazan muy bien el rango de la dignidad humana. La indignidad de la vida es un termómetro de la humillación.
Ⅳ. Un principio razonable de igual dignidad de todas las personas
Decíamos antes que los derechos humanos convierten todos los tipos de humillación en uno sólo: las violaciones a los derechos humanos excluyen a las víctimas de la humanidad, violan su dignidad. Pero, ¿qué es dignidad? Hay muchos acercamientos al concepto. Sin embargo, aquí nos centraremos especialmente en la definición del filósofo del derecho Jeremy Waldron. Lo anterior, no sólo porque guarda una clara relación con la teoría de la humillación, sino porque ataja muy bien el problema de la definición. Así, no deja que el concepto de dignidad se escape, como sucede con otras definiciones que parecen circulares o muy ambiguas, como podría ser la de Nussbaum; ella parte de una idea intuitiva de la dignidad, basada en la noción aristotélica del florecimiento humano. Veamos: Waldron nos recuerda que la dignidad no sólo es un principio de la moralidad, sino que también es un principio de la ley. De hecho, según dice, el hábitat natural de la dignidad es la ley y desde ahí propone un giro interesante: quizá en esto la moralidad tiene más que aprender de la ley que viceversa. La dignidad no sólo es el nombre de un principio moral o un valor, la podemos tratar como rango.
Para Waldron(2009), la dignidad mantiene cierta relación con el rango como lo entendían los romanos. Para él, expresa la idea del alto e igual rango que todos tenemos y que ha de trazar la línea de igual dignidad que propone Lindner, como vimos antes. Quizá una buena forma de ejemplificar este tránsito de una realidad con distintas dignidades a otra donde la dignidad es la misma para todos, sea pensando en la soberanía. Ésta pasó del soberano al pueblo entre otras, y por dar un ejemplo muy obvio, gracias a la Revolución francesa, que guillotinó la cabeza del rey. Pues la dignidad anduvo un camino similar: hoy día todos tenemos la dignidad de un ser humano.
Sin duda, dice Waldron, los humanos le damos un alto valor a la dignidad. Ahora, esta altura valorativa se puede entender de distintas formas. Por ejemplo, subraya, podría ser simplemente que la dignidad cuente más que otros valores. Pero quizá también aquí “altura” significa algo que se refiere a la elevación del rango. Pensemos en los estatus: algunos estatus son bajos y serviles, como la esclavitud, y otros son altos, como la nobleza. En este sentido, la altura que le damos al valor no es peso moral, se trata más bien de un asunto de rango que conlleva, igual que la idea de dignitas romana, autoridad y deferencia. En el sentido de lo anterior, una buena caracterización de dignidad humana tiene que explicarla, piensa Waldron, como un estatus muy general, pero al mismo tiempo describirla como portadora de nobleza a la vez que detalla la importancia de prohibir la humillación y la degradación. Eso es justo lo que Waldron quiere hacer: caracterizar la dignidad como un estatus de alto rango similar al de la nobleza, pero asignado a todo ser humano sin ningún tipo de discriminación. Esto implica una igualación del rango, de tal forma que ahora concedemos a cada ser humano algo de la dignidad, del rango y del respeto que antes le concedíamos a la nobleza.
Es importante notar que lo anterior no quiere decir que deberíamos otorgarle a cada ser humano todos los privilegios de la aristocracia. Por ejemplo, no tiene sentido pensar que todos tengamos el droit du seigneur en las relaciones matrimoniales. Tal derecho viola, para empezar, la integridad del cuerpo de las mujeres. Lo que Waldron sostiene, es que con respecto a las constituciones y a los derechos humanos, la dignidad humana debe entenderse como un estatus legal elevado que todo ser humano posee. Y esto, por principio y no porque la autonomía o la capacidad racional sean fuente de dignidad, como quería Kant.
Waldron nos recuerda que los reaccionarios siempre dirán que si abolimos las distinciones de rango terminaremos tratándonos como animales. Sin embargo, la idea de dignidad humana nos recuerda que podemos comprimir nuestra escala de rango y estatus y dejar a Maria Antonieta más o menos donde se encuentra. Es decir, cuando igualamos la dignidad de las personas, quienes antes tenían un alto rango pierden derechos ominosos, que violan los derechos de otros, pero mantienen los que les permiten escoger su vida y realizarla. Los humillados ganan esos derechos que les permiten ser libres. Si todos tenemos un alto rango, el maltrato a cualquiera de nosotros, aunque se trate del peor de los criminales, debe considerarse como un sacrilegio, una violación a la dignidad humana. Así, al igual que Lindner, Waldron propone trazar la línea de humildad, que implica reconocer la igual dignidad de todos.
Ⅴ. Capacidades y dignidad
Hemos visto cómo la idea de exclusión, según la define Villoro, se puede entender como la humillación de las personas por debajo de la línea de humildad que trazan tanto Waldron como Lindner. Ahora revisaremos otra teoría que no habla de humillación, aunque podría hacerlo. Durante décadas, Amartya Sen ha perfeccionado el enfoque de las capacidades como alternativa para evaluar el nivel de bienestar del que gozan las personas. Sostiene que en lugar de usar indicadores como los bienes básicos, que propone John Rawls, o el producto interno bruto per cápita, debemos centrarnos en las capacidades que tienen las personas de vivir las vidas que les resultan valiosas. Para Sen, el conjunto de capacidades que tiene una persona nos dota de elementos mucho más ricos para medir sus niveles de bienestar y elaborar políticas públicas. Las capacidades son un conjunto de vectores de funcionamiento “que reflejan la libertad de una persona para llevar un tipo de vida u otro”(Sen 1995, 54).
Se le ha cuestionado el hecho de que defienda que debemos centrarnos en la libertad de funcionar y no en la realización o el funcionamiento3), cuando las vidas de las personas se componen de lo que realmente ocurre y no de lo que podría ocurrir. La respuesta de Sen es muy clara: para él la libertad de elegir nuestra vida influye en el nivel de bienestar que tenemos y así, escribe, “si el elegir es considerado como una parte de la vida, y «hacer x» se distingue de «elegir x y hacerlo», entonces el bien-estar debe considerarse como influido por la libertad reflejada en la amplitud de opciones del conjunto”(Sen 1995, 65). Más adelante nos ofrece un ejemplo: ayunar como funcionamiento “no es simplemente pasar hambre; es elegir pasar hambre cuando uno tiene otras opciones”(Sen 1995, 65). En fin, el hecho de poder elegir resulta valioso.
A la hora de evaluar las vidas de las personas, nos dice Sen, no podemos más que escoger un conjunto de funcionamientos y describir las capacidades que le corresponden. Hay quienes, como Martha Nussbaum, han adelantado una lista de capacidades básicas para usarlas como base de la evaluación, como una línea de humildad, a la Lindner. Sen, sin embargo, prefiere que la elección y la ponderación queden abiertas, pues esto permite, entre otras cosas, la posibilidad de plantear nuevas cuestiones. Pero además, va de la mano con su defensa de la libertad. Y es que una lista definitiva, en algún sentido, atentaría contra ella. Por otro lado, Sen piensa que la falta de un acuerdo completo sobre valores y, por lo tanto, sobre capacidades, no altera de manera definitiva la evaluación de la injusticia:
Para mostrar que la esclavitud reduce de manera severa la libertad de los esclavos o que la ausencia de cualquier garantía de atención médica recorta nuestras oportunidades sustantivas de vida o que la desnutrición aguda de los niños, que causa agonía inmediata y atraso de las capacidades cognitivas, incluida la habilidad de razonar, es una afrenta a la justicia, no necesitamos un único conjunto de valores relativos sobre las diferentes dimensiones implicadas en tales juicios(Sen 2010, 273).
Todo esto es importante, pues Sen está convencido de que la justicia es asunto de la vida que viven las personas y no de la forma en la que se construyen las instituciones desde la reflexión formal. Y es que a Sen le parece más acuciante contestar a la pregunta ¿cómo promover la justicia? que ¿cómo serían las instituciones perfectamente justas? Este cambio de rumbo permite concentrarse en las comparaciones, en las realizaciones de las sociedades más que en sus instituciones y reglas. Como Villoro, Sen piensa lo siguiente: “Lo que nos mueve, con razón suficiente, no es la percepción de que el mundo no es justo del todo, lo cual pocos esperamos, sino que hay injusticias claramente remediables en nuestro entorno que quisiéramos suprimir”(Sen 2010, 11). La humillación, creemos, es una de ellas y además, como veremos, empuja a algunas personas a la violencia.
Pero no es Sen quien relaciona literalmente la teoría de las capacidades con la dignidad, sino Martha Nussbaum, quien piensa que aquel que vive bajo el umbral de las diez capacidades básicas de su propuesta, tiene una vida humana indigna(Nussbaum 2011). Sen, si bien no está de acuerdo con el listado de Nussbaum, acepta, o eso nos parece, que la vida humana en ciertas condiciones es indigna y que corregir esas injusticias nos motiva a actuar:
La mejor forma de plantear la idea de un mínimo social básico es un enfoque basado en las capacidades humanas, es decir, en aquello que las personas son efectivamente capaces de hacer y ser, según una idea intuitiva de lo que es una vida acorde con la dignidad del ser humano [...] Mi enfoque introduce la idea de un umbral para cada capacidad, por debajo del cual se considera que los ciudadanos no pueden funcionar de un modo auténticamente humano; la meta social debería entenderse en el sentido de lograr que los ciudadanos se sitúen por encima de este umbral de capacidad(Nussbaum 2007, 83).
El umbral que propone Nussbaum, la linea que divide la vida con la dignidad del ser humano, de la indigna, nos marca los límites de la humillación. Decíamos que la humillación es la exclusión de las personas de la comunidad donde comparten el mismo conjunto de derechos. Son expulsadas porque no se les reconocen tales derechos o porque en la práctica se violan. Esta incapacidad de ejercer sus derechos hace que lleven una vida indigna. Cabe resaltar que el hecho de que las personas tengan una vida indigna no hace que su dignidad como rango sea menor. De hecho, la discrepancia entre el rango que deberían ocupar, con todos los tratos que merece el rango igual de los seres humanos, y su vida real, muestra el tamaño de la humillación que padecen. Por supuesto, si usáramos el término humillación, en lugar de vida indigna, ganaríamos en claridad.
Ⅵ. El argumento pragmático4)
No hay forma razonable de argumentar a favor de un principio moral que permita que unos seres humanos vivan humillados. Lo anterior es bastante obvio, pero bien necesitaría explicación. Desafortunadamente aquí no tenemos espacio para hablar sobre la justificación de principios razonables. Tampoco para explicar por qué no resulta posible afirmar uno que permita humillar a las personas. Abordé el tema en otro artículo, cito un breve fragmento para mostrar lo que tengo en mente:
Desde la postura de Scanlon, el hecho de decidir si una conducta es correcta o incorrecta, requiere de un juicio sustantivo sobre si son o no razonables ciertas objeciones a principios morales. Así, es un juicio sustantivo sobre la adecuación de ciertos principios para servir como base del acuerdo y el reconocimiento mutuo. Hasta ahora hemos dicho que, para decidir si una acción X en las circunstancias C es incorrecta, debemos considerar los posibles principios acerca de cómo debemos actuar en dichas circunstancias y preguntarnos si cualquiera de los principios que nos permiten hacer X en las circunstancias C, podría ser rechazado razonablemente. Para decidir lo anterior, primero debemos formarnos una idea de las cargas que le serían impuestas a ciertas personas en tales circunstancias, si a otros se les permitiera hacer X. A este tipo de objeciones, Scanlon las llama objeciones de autorización(Muñoz 2015, 83).
Dado que la humillación es un daño injustificable, podemos afirmar que está mal, moralmente hablando. A este argumento moral podemos sumar uno pragmático. Recientemente varios estudios en psicología social han obtenido resultados que apoyan la idea de que el trato indigno a los seres humanos tiene al menos dos efectos indeseables: por un lado, lastima a las personas maltratadas y, por el otro, dispara reacciones violentas. Así pues, el trato digno resulta no sólo deseable, sino incluso necesario, si queremos una sociedad no sólo menos injusta, menos violenta.
En su libro Dignity, Donna Hicks(2011) dice que una de las cosas que parecen resultar más importantes para los seres humanos es cómo nos sentimos acerca de quienes somos. Deseamos vernos bien a ojos de los demás, sentirnos bien sobre nosotros y ser merecedores del aprecio y la atención de los demás. La experiencia humana de sentirnos valiosos y vulnerables es básicamente emocional, y emana de una de las partes más viejas de nuestro cerebro, el sistema límbico. Cuando sentimos que nuestro valor es amenazado, nuestros instintos de autopreservación se disparan: sentimos humillación, rabia y ganas de vengarnos. En ese momento, nos dice Hicks, nuestro sistema límbico incita la reacción de pelear o huir. Es decir, cuando somos tratados indignamente, las señales emocionales de alerta, estructuradas en nuestro cerebro, se disparan como si un león amenazara nuestra vida en la sabana de África hace 300,000 años. Un elemento fundamental para entender el papel que la violación al trato digno juega en nuestras vidas, es entender que pese a que las condiciones externas y las amenazas resultantes han cambiado radicalmente desde que éramos cazadores recolectores, nuestra reacción innata de autoprotección sigue siendo la misma: reaccionamos a una amenaza al trato digno tan intensamente como lo hacían nuestros ancestros ante una amenaza de vida o muerte(Hicks 2011, 13).
En su libro sobre la influencia de la igualdad en las sociedades, los psicólogos sociales Richard Wilkinson y Kate Pickett(2010) se refieren a un estudio que llevaron a cabo los psicólogos de la Universidad de California Sally Dickerson y Margaret Kemeny, donde clasifican qué tipos de situaciones causan que las personas generen más cortisol, una hormona relacionada con el estrés. Encontraron que las tareas que involucraban una amenaza a la evaluación social(amenazas a la autoestima o al estatus social) donde los demás pudieran juzgar de manera negativa el desempeño de los participantes, provocaba mayores cambios en la cantidad de cortisol que se encontraba en la saliva. Concluyeron que los seres humanos estamos motivados a preservar nuestro ser social y nos cuidamos de aquello que pone en riesgo nuestra estima o estatus social(Wilkinson and Pickett 2010, 38), hallazgo que va en línea con los argumentos de Hicks.
Wilkinson y Pickett escriben en su libro The Spirit Level(2010) que una de las causas más comunes de la violencia, y quizá la que mejor explica por qué ésta es más común en sociedades desiguales, es que la violencia se dispara cuando la gente se siente humillada. En este contexto citan al psiquiatra James Gilligan, que escribió un libro en el que entrevista a varios asesinos violentos. Gilligan sostiene que los actos de violencia son intentos por eliminar el sentimiento de vergüenza o humillación, un sentimiento que es doloroso y que incluso puede ser intolerable. Lo anterior con el fin de remplazarlo con su opuesto: el sentimiento de orgullo(Wilkinson and Pickett 2010, 133).
Es importante apuntar que ni en las sociedades más desiguales sucede que la mayoría de las personas reaccionan de manera violenta a la humillación y a la falta de respeto, sería una guerra en descampado. Y no lo hacen, nos explican Wilkinson y Pickett, porque tienen formas de mantener su autorespeto y sentido de estatus integro: quizá tienen buena educación, buenos trabajos, familia, amigos que los estimen, o incluso aptitudes de las que se sientan orgullosos y que sean valoradas. Como resultado de todo esto, pese a experimentar faltas de respeto y humillación, no actúan de manera violenta. Sin embargo, lo que sí sucede en sociedades más desiguales, es que más personas carecen de este tipo de protección, por ello la vergüenza y la humillación se vuelven asuntos más sensibles: en sociedades más jerarquizadas un número mayor de gente se ve privada de los marcadores de estatus y éxito social y la competencia por obtenerlos aumenta. Dicen Wilkinson y Pickett que los experimentos psicológicos sugieren que hacemos juicios del estatus social del otro desde los primeros segundos de conocerlo. Si las desigualdades son grandes, tanto que unos parecen tenerlo todo y otros nada, el lugar donde cada uno de nosotros esté situado resultará muy importante. Más desigualdad, dicen, parece venir acompañada de más competencia por estatus y más ansiedad con respecto al juicio que los demás hagan de nosotros.
Así pues, dicho lo anterior, podemos sintetizar nuestro argumento pragmático contra la humillación, que es bien sencillo: dado que la humillación tiende a generar violencia y estrés al interior de las sociedades, debemos evitarla.
Ⅶ. Casos de humillación en Latinoamérica.
Hasta ahora hemos revisado la relación entre exclusión y humillación y cómo varias teorías sugieren trazar una línea para distinguir la vida digna de la humillación. Primero señalamos brevemente que la humillación es moralmente inaceptable y después dijimos que es fácil construir un argumento pragmático contra la humillación. En este apartado revisaremos dos casos de humillación que atraviesan Latinoamérica, quizá con algunas salvedades. Lo haremos con la intención de comenzar a esbozar lo importante que podría resultar para la región latinoamericana un estudio más detallado y amplio de las humillaciones que padecen sus habitantes. Enfrentar tales humillaciones, buscar políticas públicas y trabajos comunitarios que las remedien podría, además de traer bienestar, reducir la violencia por el estrés y el dolor de las vejaciones.
1. La humillación de los pueblos originarios
La conquista española de América dio origen al mestizaje entre la población originaria y los conquistadores. Dicho mestizaje, siglos después, se volvió parte central de los discursos identitarios de las naciones latinoamericanas independientes. Si bien poner el mestizaje en el corazón de la identidad, en unos países más que en otros, es reconocer como fundamento de la nación a la mayoría mestiza, el hecho de encumbrarlo oscurece la humillación de la que emana. Ni siquiera es necesario decir que el mestizaje es producto de las armas; de una conquista violenta que trajo consigo la destrucción de naciones enteras; la erradicación y esclavitud de la población; la destrucción definitiva de templos, dioses y maneras de vida, porque lo sabemos. Las Casas describe muy bien lo anterior, cito uno de tantos pasajes:
Dos maneras generales y principales han tenido los que allá han pasado que se llaman cristianos en extirpar y raer de la haz de la tierra a aquellas miserandas naciones. La una, por injustas, crueles, sangrientas y tiránicas guerras; la otra, después que han muerto todos los que podrían anhelar o sospirar o pensar en libertad o en salir de los tormentos que padecen, como son todos los señores naturales y los hombres varones(porque comúnmente no dejan en las guerras a vida sino los mozos y mujeres), oprimiéndolos con la más dura, horrible y áspera servidumbre en que jamás hombres ni bestias pudieron ser puestas(Casas 2011, 16-17).
Al señalar lo anterior no añoramos un tiempo perdido y supuestamente mejor. Más bien queremos poner el dedo en el hecho de que en el corazón de naciones como México5) se halla un profundo proceso de humillación que no se reconoce: la colonización implicó vejar naciones enteras que aún siguen habitando nuestra región. Combatir esa humillación pasa primero por aceptarla y luego por hacer lo posible para remediarla. Aquella primera humillación persiste. Por ejemplo, en México el 77.6% de la población indígena es pobre, cuando el porcentaje de pobreza general es de 43.6% (CONEVAL 2017). Pero no sólo son más pobres, además son discriminados de manera alarmante. Por otro lado, según el diagnóstico de la Comisión Nacional Para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas las culturas indígenas enfrentan “procesos de debilitamiento que se traducen en la pérdida de sus lenguas, sus saberes y sus manifestaciones culturales, también en la desvaloración de su patrimonio cultural y su identidad misma”(CDI 2014). Es decir, no sólo viven en la pobreza, padecen discriminación y además ven cómo su cultura se desvanece. Viven excluidos de la humanidad, humillados hace 500 años6) y no nos hemos parado a enfrentar su situación.
Por supuesto que es importante la reducción de la desigualdad y la inclusión de los pueblos indigenas en el mundo de los derechos que goza el resto de la población. Sin embargo, también es necesario curar las cicatrices de la humillación. Para ello tienen que impulsarse iniciativas tanto públicas como privadas. En Estados Unidos hace años que existen grupos para sanar la división racial donde las personas de distintos orígenes raciales hablan abiertamente sobre el asunto de las heridas que han dejado la esclavitud, el racismo, la discriminación y la exclusión. Habrá que evaluar el resultado de aquellos intentos a la luz de sus resultados, pero no es difícil imaginar que serán buenos. En toda la región deberíamos replicar el esfuerzo por batallar la humillación que padecen muchos de los integrantes de los pueblos originarios.
2. La “gran corrupción”
La corrupción es un problema serio para las sociedades, pues genera desconfianza e incluso falta de crecimiento y desigualdad. Desgraciadamente no podemos profundizar aquí sobre este asunto. Transparencia Internacional ofrece una definición legal de gran corrupción dividida en dos partes. Nos interesa la primera porque, como veremos, está claramente vinculada con la idea de exclusión de Villoro que revisamos antes y, por supuesto, con la humillación como la definimos aquí. Veamos: “estamos frente a un caso de gran corrupción cuando un funcionario público u otra persona priva, mediante su conducta, a un grupo social particular o a una parte sustancial de la población de un derecho fundamental”(Transparency International 2016). La gran corrupción es otro mecanismo de humillación porque excluye a muchos de la esfera de los derechos básicos. Es decir, no hablamos del oficial de la policía que recibe un soborno, sino de funcionarios con la capacidad de desviar fondos con tal magnitud que el resultado afecte la capacidad de las personas de gozar de sus derechos humanos, como el acceso a la salud o a una vida sin hambre, por dar dos ejemplos. Como vimos, excluir a las personas de la esfera de los derechos es humillarlas. La ventaja de identificar la gran corrupción como un mecanismo de humillación es que nos da más razones para entender lo urgente que es combatirla.
Veamos unos cuantos ejemplos recientes de gran corrupción, como botón de muestra de cómo latinoamérica está atravesada de punta a punta por este mecanismo de humillación: Odebrecht es el gran ejemplo del asunto, no sólo por la cantidad de recursos que se desviaron en aquella operación gestada desde Brasil, sino también por el alcance regional que tuvo, recordemos que se vieron implicados funcionarios de varios países y que incluso varios presidentes de la región han ido a juicio por dicha trama de corrupción.
Más allá de Odebrecht, la gran corrupción sucede todos los días en América Latina, con consecuencias evidentes: recordemos el caso de Veracruz, uno de los estados de la república mexicana que el gobierno de Javier Duarte, su exgobernador, saqueó. De todos los casos que implicó ese saqueo, el peor de todos, no sólo por su simbolismo, sino por sus implicaciones directas, es el desvío de fondos para comprar medicinas indicadas en el tratamiento de cáncer infantil. Como esos recursos desaparecieron y resultó imposible costear el gasto en medicinas, alguien tomó la decisión de administrarle agua a los niños enfermos.
En Argentina recordemos los cuadernos del chofer Oscar Centeno que detallan cómo transportó dinero de sobornos de un lado para el otro y que involucran a gente muy cercana a la ex presidenta Fernández de Kichner. O en Perú, “los cuellos blancos del puerto” un caso que se destapó a mediados de 2018, y que involucra una red de corrupción que intervenía procesos legales propios y de terceros para obtener sentencias favorables, además de que influía en la designación de funcionarios. En la red estaban supuestamente involucrados jueces de alto nivel y abogados. Incluso el fiscal general de la nación.
En fin, la corrupción atraviesa todo el continente y tiene repercusiones muy serias en desarrollo de la economía y de las capacidades de las personas. Todos los casos citados tienen algo en común: funcionarios públicos privan, mediante su conducta, a sectores importantes de la región de gozar sus derechos fundamentales y por lo tanto humillan.
Ⅷ. Conclusiones
Este es un trabajo que pretende sugerir un campo de estudio que suponemos podría resultar muy fructífero y que además nos parece urgente: el de la humillación y su combate. Así, comenzamos mostrando cómo entendemos la humillación para luego hacer patente que si bien no ha sido tratada bajo dicho nombre, encontramos en varios autores preocupación por el asunto. Podrá parecer una necedad proponer un concepto como humillación para referirnos a la exclusión de Villoro o a la indignidad de la vida sin capacidades de Nussbaum, sin embargo, nos parece que el concepto permite ver más claramente el problema, sus causas, sus consecuencias y sus soluciones. Por supuesto que la línea de la humildad, por llamarla como Linder, puede trazarse en distintos lugares, y eso puede debatirse, lo importante es comenzar señalando que hay una división tajante entre la dignidad y la humillación. La humillación, dijimos, es inmoral, pero además es peligrosa, y por ello debemos combatirla.
Hablamos también de dos casos de humillación que atraviesan Latinoamérica: la pobreza y la discriminación son muestra de la humillación a la que siguen sometidos los pueblos originarios de América. Humillación que nace con la conquista y que se ha mantenido conforme las sociedades latinoamericanas se han transformado social, política y económicamente. Por otro lado hablamos de la gran corrupción, práctica muy extendida en nuestra región y que tiene como consecuencia que un grupo de personas se vea impedido de gozar de sus derechos fundamentales.
Los dos casos que nombramos son llamativos, graves y urgentes, pero por supuesto no son los únicos, creemos que investigar sobre humillación en Latinoamérica puede sacar a la luz muchos casos que no atendemos o que ni siquiera conocemos y esto, sin duda, como indica Villoro, es el primer paso para remediarla.
Bibliografía
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